Manifestaciones multitudinarias se suceden todos los días en las grandes ciudades colombianas para que no caiga en saco roto lo negociado durante cinco años entre gobierno y guerrilla en el llamado Proceso de la Habana. Marchas de campesinos e índigenas procedentes de todo el país siguen sumándose a la concentración y acampada que empezó hace más de una semana en la Plaza Bolivar, frente al Congreso de la República, ocupando las calles de Bogotá con flores y banderas blancas y consignas a favor de la paz. Un movimiento social que recuerda al del 15-M y en el que por primera vez vemos a los indígenas y víctimas de la guerra tomar la palabra en la plaza pública.

"Hemos demostrado que las víctimas quieren la paz, pero el sector urbano le dio la espalda al sector rural en el plebiscito", declaraba Luis Alberto Uzal, un joven indígena guambiano de la región del Cauca.

¿Qué lugar está llamada a tener o efecto real puede ejercer en el segundo round de negociaciones por la paz esta ciudadanía que se expresa?

Con el llamado movimiento Paz a la calle entra en escena un nuevo e inédito protagonista en la política colombiana: la ciudadanía. Nunca hasta ahora un votante tan indolente para acudir a las urnas se tomaba la molestia de salir a la calle para hacerse oír.

¿Qué lugar está llamada a tener o efecto real puede ejercer en el segundo round de negociaciones por la paz esta ciudadanía que se expresa? Veamos antes los nuevos protagonistas que han entrado en escena y las nuevas reglas de juego surgidas del no en el referéndum del 2 de octubre.

1. El resultado del referéndum sobre el acuerdo para el fin de las hostilidades con las FARC en Colombia fue el peor posible. Cualquier resultado, tanto en la victoria del como del no, por una diferencia clara habría dejado sólo una posibilidad en juego: trabajar por la paz o volver al punto cero. Un resultado con sólo 50.000 votos de diferencia a favor del no, deja, en cierto modo, en empate técnico el plebiscito. Y, como consecuencia de ello, surge un fervor inusitado que se expresa en las movilizaciones de Paz a la calle por poner en práctica algo que al menos formalmente no se aprobó el 2 de octubre: el acuerdo de paz. Lo que de momento hace de ellos un simple acompañamiento o grupo de presión sobre los políticos encargados de renegociar un acuerdo.

2. Son tres los actores que formalmente dirimen la nueva partida, me temo que a largo plazo, aunque todos ellos de muy diferente consecuencia: el Gobierno, la oposición uribista y las FARC.

3. El gobierno. El presidente Juan Manuel Santos se ha convertido en el gestor de la paz; ya no escribe el guión, ni es ya el director de la obra, sólo se cuida de adecentar el escenario, vigilar la tramoya, y tratar de convencer a los que han pasado a ser los actores principales, oposicion y guerrilla, de que cooperen. Es un papel todavía imprescindible pero insuficiente.

4. El uribismo. La decisión final sobre si hay posibilidades de acuerdo con las FARC parece ahora en manos del expresidente Uribe, pero hay ya presiones para que modere su intransigencia. El secretario de Estado norteamericano, John Kerry, ha hablado y seguirá hablando con Uribe Vélez y éste, por muy berroqueño que sea, siquiera pro forma, algo habrá de ceder. De manera complementaria, la comunidad internacional, y muy notablemente la ONU, juegan un papel similar como cuando la organización internacional pide a Bogotá que siga en su función de monitora de un acuerdo que, sin embargo, políticamente ha dejado de existir, y otro tanto cabe decir de la concesión del Nobel de la Paz al presidente Santos. Constituye todo ello un haz de estímulos para que se haga caso prácticamente omiso del resultado negativo de la consulta.

Una oportunidad como la presente, aun con sus clamorosas dificultades a largo plazo, jamás debería desaprovecharse

5. Las FARC. ¿Qué es posible y qué no parece serlo? El expresidente no parece dispuesto a consentir que ningún dirigente, por lo menos de categoría intermedia, de la guerrilla se libre de alguna forma de encarcelamiento, y al mismo tiempo es casi inconcebible que ésta acepte algo menos que la llamada "justicia transicional", acordada con el gobierno Santos que travestía cualquier cumplimiento real de penas. Era la impunidad de facto. Éste es el gran escollo en torno al cual tendría que producirse la difícil avenencia entre los dos actores principales, Uribe y FARC.

6. Pero, si se llegara a un acuerdo, quedarían todavía algunos puntos de extrema gravedad por resolver. El más acuciante sería la erradicación, aunque fuese a plazo, del narcotrafico. Con la inmovilización del acuerdo entre gobierno y guerrilla es seguro que fuerzas criminales, de las llamadas bacrim, bandidaje puro y simple --en buena parte procedentes de los paramilitares cuya desmovilización vendió como un éxito personal la presidencia de Uribe--, más otras escindidas de las FARC, pueden estar tratando ya de sustituir a las FARC en tan lucrativo negocio. Y si no se pone fin a ese nutriente imprescindible de la actividad terrorista, todos los acuerdos firmados y por firmar serán completamente inútiles.

La maraña inextricable de leyes, reglamentos y disposiciones del ordenamiento jurídico colombiano puede hacer tan lento el proceso que se reabre que parece no menos urgente para el gobierno actuar sobre el terreno que sentarse a negociar.

Los más optimistas, como el presidente Samper, consideraban que el solo hecho de que se pusiera fin a las acciones militares generaría un convencimiento cada vez mayor en la ciudadanía de que ese era el auténtico camino de la paz y de la modernización colombiana. Porque esa es la gran cuestión de fondo, ¿aprovecharía el país una oportunidad tan singular como ésta para una revisión a fondo de quién, qué es y para qué sirve? Una oportunidad como la presente, aun con sus clamorosas dificultades a largo plazo, jamás debería desaprovecharse.