No hay forma de dar un paso. Todo es niebla y suelo resbaladizo. La cariacontecida portavoz republicana, Marta Vilalta, nos da malas noticias cada vez que Rufián y Lastra hacen manitas, en la antesala de las reuniones entre PSOE y ERC. Vamos de la esperanza al desconsuelo, mientras la libertad provisional de Oriol Junqueras está más cerca, según la defensa del líder de ERC, porque depende de si el exvicepresidente del Govern recibe la inmunidad como eurodiputado por parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Pero esta potencial medida, como la de Puigdemont, aparte de abrir horizontes, es una piedra en el zapato de la investidura de Sánchez.

La reunión de ayer en la sede del Área Metropolitana de Barcelona (AMB) entre socialistas y republicanos incluyó la posibilidad de aprobar de forma rápida los Presupuestos del Estado para 2020. El PSOE, o ¡Madrid bien vale una misa!, está dispuesto a esperar a que Esquerra les cuente a sus bases lo que más le conviene al país, que ellos están destrozando. Todo muy “fructífero”, pero para finales de enero, a la vuelta de Baqueira. Habrá pacto, si lo hubiera; pero si al final la aritmética no sale, estaríamos condenados a iniciar un proceso constituyente. Y todo esto en pleno Huracà Econòmic, un mundo abracadabrante que ha convertido a la Caixa d’Enginyers en el cañón Berta de las finanzas catalanas (140.000 socios, pas mal). Por lo visto, el procés lo puede todo. Ahora nos pide que dejemos la libreta de ahorro de Caixabank (o los depósitos del Sabadell) y pasemos nuestro dinero a la entidad del colegio politécnico. Claro que no hablan de quién se encargará de asegurar los depósitos en caso de corralito. Tampoco deben saber que La Caixa (hoy Caixabank), fundada por Moragas i Barret, fue la única entidad que mantuvo vivos los saldos de sus clientes durante la Guerra Civil.

Vivimos un tiempo de opacidad trufada de maldad. Al clima prebélico se le añaden soluciones de baratillo. Aquí no se habla de un tribunal sin negar legitimidad a las sentencias de sus jueces, ni se menta a los fiscales, si no es para desautorizar al Ministerio Público en pleno. Pero, atención: cuando a un país se le caen los zócalos, se hunde. Sin embargo, lenta e inexorablemente, el independentismo está perdiendo la batalla de la opinión internacional, como le ocurrió a Nixon con el Watergate, o como le ocurre ahora a Trump ante del impeachment.  

En Francia suele recordarse que cuando De Gaulle firmó la independencia de Argelia solo se limitó a expresar una correlación de fuerzas incontenible. Pues bien, aquí se produce justo lo contrario (además de que no somos una colonia). Nuestra correlación de fuerzas no desemboca en la independencia, sino en un futuro de integración total en la UE, a través de cesiones de soberanía por parte del Estado español, que reforzarán el papel de Bruselas. Por eso, al echar la vista atrás, a los dirigentes del procés se les ve siempre hurgando en el antecedente de los Balcanes. Sobre el papel, sueñan con ser, primero, la Serbia soberana y, a continuación, la fuerza pannacionalista capaz de vertebrar el área de influencia de sus entonos culturales, valenciano y balear. 

Hoy es más numerosa la Cataluña no independentista que la nación huraña que quieren convertir en República. El país está dividido en dos esquemas de resistencia: la sociedad institucionalizada (llamada constitucionalista) frente a la otra mitad, muy ideologizada, que legitima a los ciudadanos como miembros de la multitud. Este segundo esquema, el soberanista, persigue una sociedad sin mediaciones jurídicas (sin ley) caminando hacia la autorregulación de su actividad económica, en busca del ideal irlandés o luxemburgués. Conviene no olvidar que la fuerza del independentismo se ha debido en parte a que sus élites económicas anhelan una sociedad pequeña, manejable y convertible en uno de los paraísos fiscales del corazón de Europa.

A pesar de las apariencias y la “cordialidad”, con el transcurso de las horas y los días, la lentitud y el pesimismo harán mella en el puente tendido entre Sánchez y Esquerra. Las pintadas de los CDR en la sede del partido de Junqueras y el negacionismo de la CUP se funden con la sensibilidad de los militantes de la misma formación republicana. Estos últimos, modelo “la comarca nos visita”, son venturosos muchachos de vivos colores, zapatillas de trekking, educados en el dogma para no soportar el noble arte del disenso político, y carne de cañón del clima prebélico. Si se apagara la tradición muy nuestra de articular bloques de izquierda o de derecha, solo quedaría la transversalidad; pero Casado se niega en redondo al acuerdo entre PSOE y PP.

La calle mira de reojo a la dirigencia; la desconfianza va camino de convertirse en rencor. El resentimiento respecto a la política es precisamente el tema del último libro de Paul Preston, Un pueblo traicionado (Ed. Debate), una panorámica de 140 años de historia: desde la restauración monárquica con Alfonso XII, marcada por el caciquismo y el turnismo de amaño electoral, hasta 2014, fecha en que Juan Carlos I abdicó en nombre de su hijo, Felipe VI. Preston mide nuestro déficit democrático a través de 25 pronunciamientos militares o de los incontables casos de corrupción, desde los negocios de Juan March hasta los más recientes, como Gürtel, el 3 % catalán o los ERE en Andalucía. A la densidad del hispanista de la London se ha añadido, estos días, la última aportación de Mariano Rajoy, en su autoficción Una España mejor (Plaza & Janés), o meditación ligera, socarrona, cargada de un raro sentido común y fundida con el amago nacional-futbolístico que suele lucir el expresidente.

Esta misma tarde, Felipe VI, harto con perdón de semejante investidura, habrá recibido a 18 representante de las 18 cansinas marcas con presencia en la Cámara; restados los indepes del dar la nota con su Huracà Econòmic y su instrumentalización descarada de la Caixa d’Enginyers. Han vuelto a las mesas de trabajo la interpretación del artículo 99 de la Constitución y las jugosas citas al Comentario mínimo de Muñoz Machado. A falta de resultados, la literatura jurídica naturaliza a los políticos, un segmento, este último, especialmente vitriólico para nuestra convivencia.