En ocasiones es difícil distinguir un espectáculo circense de uno político. Los instrumentos y las argucias que se utilizan en uno u otro pueden ser los mismos y hasta pueden emplearse con el mismo objetivo: epatar a los espectadores. En la toma de posesión como nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro tuvo a bien añadir emoción al acto y, después de largos minutos de espera, apareció una supuesta espada de Bolívar. El flamante presidente, cual chamán de la selva, invocó que apareciera dicha arma, y que fuera llevada en solemne procesión, como reliquia cristiana, ante su atril. ¿Se imagina que Feijóo hiciera lo propio con los restos del apóstol Santiago el día que tome posesión, si lo consigue?

Este giro en la ceremonia del 7 de agosto en Santa Fe de Bogotá no se había incluido en el protocolo, comunicado previamente a los gabinetes de los líderes invitados. De ahí que algunos hayan justificado que el Rey de España o el cansado presidente de Argentina no se levantaran como sí hicieron el resto de mandatarios. La polémica sobre el protocolo --protagonizada activamente por el podemismo eclesiástico, el independentismo catalán y el monarquismo conservador-- ha resultado ser estéril, puesto que el Rey sí se levantó cuando la reliquia inició el recorrido de regreso a su capilla. Aunque, bien visto no es lo mismo alegrarse por la llegada que por la despedida.

En este ambiente con reliquias por medio, el gurú Iglesias ha intentado desacreditar al “osado” Jefe de Estado de España por su “indiscutible gesto político” contra “un símbolo de la libertad latinoamericana”, aunque es por todos sabido --en primero de ciencias políticas también--. que sólo el himno, el escudo y la bandera son los símbolos reconocidos de cada país, y pese a que sus íntimos amigos -progresindepes- les encante quemar los de otros. Lástima, pero este debate populista sobre las posaderas de un rey apenas ha trascendido en Colombia. Allí la polémica se ha centrado en si el presidente saliente, Iván Duque, estuvo acertado o no al negarle a Petro el uso o abuso de la presunta espada de un militar tan idolatrado como criticado.

Recientemente, algunos historiadores --académicos o no-- han calificado en un sentido u otro el perfil de Bolívar. Es conocida la tesis tremendista del colombiano Pablo Victoria, en su libro El terror bolivariano (2019), sobre la crueldad clasista y genética del libertador. Al parecer, su brutalidad asesina, su hispanofobia y su racismo hacia indios y negros le venía de familia, especialmente de su padre, un potentado explotador y violador. Pero no sólo la derecha historiográfica ha arremetido contra Bolívar, el izquierdista nicaragüense Augusto Zamora ha dejado bien claro en su lúcido y valiente ensayo Malditos libertadores (2020) que “necesitamos bajar a los libertadores de sus inmerecidos pedestales. Solo así podremos desnudar de raíz lo que fueron y significaron los mal llamados procesos de independencia, que solo lo fueron formales. La profundidad del daño causado por las castas oligárquicas que tomaron el poder (y a las que pertenecían los supuestos libertadores) ha sido tal, que nuestros pueblos y países siguen pagando por ello”.

En realidad, no hay nada nuevo. Hace ya años el norteamericano David S. Landes, en su obra La riqueza y la pobreza de las naciones (1998), resumió muy bien cuáles fueron las circunstancias en que se dio la independencia latinoamericana: “no procedió de la ideología colonial ni de la iniciativa política, sino de las carencias y los reveses de España (y Portugal) en casa (…) les cayó del cielo, sorprendiendo a las entidades informes, rudimentarias, que solo pretendían cambiar de amo”.

Carlos Malamud, en El sueño de Bolívar y la manipulación bolivariana (2021), ha diseccionado magistralmente la invención y abuso del proyecto bolivariano de una América integrada que, paradójicamente, convive con un Bolívar fundador de los nacionalismos de las diferentes repúblicas. Dicho de manera coloquial, el libertador, convertido ya en un semidios, se usa hoy día para un roto y un descosido. Y así se alcanza tal punto de ridiculez nacionalista que, como recuerda Zamora, en Colombia se da un caso evidente de esquizofrenia histórica. Al mismo tiempo que se considera a Simón Bolívar padre de la patria, también se hace lo propio con su mayor enemigo y fundador de Colombia, Francisco de Paula Santander, quien incluso participó en un complot para asesinar al primero.

En fin, ¿es posible que Gustavo Petro no haya leído nada de historia? Lamentablemente se ha de concluir que la apología sentimental y maniquea que hizo de la espada confirma su ignorancia, al denominarla “la espada libertaria de Bolívar” [sic]. Hasta ahora nadie había considerado que el personaje en cuestión fuese anarquista, pero si Petro lo dice no hay más que esperar a que Iglesias y Monedero sentencien tal interpretación, y que continúe el circo y la orquesta siga tocando.