Me paso la vida intentando explicarle a mi hijita que chivarse está feo, que eso lo hacen los amargados y envidiosos, para que llegue el nuevo conseller de Interior, un tal Sàmper, a pedir a los catalanes que delaten a sus vecinos si detectan que en su domicilio se celebran reuniones clandestinas. Aclaro que reuniones clandestinas, en la Cataluña actual, significa simplemente reuniones, porque el simple hecho de reunirse supone un delito de lesa humanidad. Lejos de arredrarnos, esas restricciones de la libertad nos animan. Somos muchos los que por razón de edad no pudimos vivir la fabulosa época franquista, cuando --cuenta la leyenda-- se llevaban a cabo reuniones en las que se bebía, se fumaba, se follaba y, si sobraba tiempo, se ponía al franquismo al borde de la desaparición. Gracias al nuevo conseller de Interior, podemos revivir aquellos míticos días. Con los amigos ya hemos organizado la primera reunión, que será de más de seis personas para romper con toda legalidad vigente, en un chalet de las afueras del que me permitirán no revele la dirección por razones de seguridad. Los participantes deberemos llegar de uno en uno, e incluso habrá que pronunciar una contraseña después de dar tres golpes a la puerta --vaya, eso se me ha escapado-- para que se nos franquee la entrada. El exterior estará completamente a oscuras. Tupidas cortinas cubrirán las ventanas para que ni la policía ni los vecinos sepan que allí se está celebrando ni más ni menos que una reunión de una decena de personas. Un contubernio 2.0. Incluso estamos valorando acudir vestidos de época, con pantalones de pana y trenka.

En todo estado totalitario se apela a la delación. La razón es simple: puesto que las leyes de estos estados --o autonomías-- son siempre absurdas, hay tanta gente dispuesta a infringirlas que las fuerzas policiales no dan abasto. Ahí es donde entran en juego los envidiosos, los rastreros y los pelotas, a los cuales ni siquiera es necesario prometerles recompensa alguna para que ejerzan de vigilantes. La delación comporta siempre corrupción, ya que sirve para pasar cuentas pendientes, y así, no cuesta más que una llamada telefónica acusar, al vecino que nos echó en cara no llevar al perro sujeto con correa o a la vecina que respondió con cajas destempladas al ofrecimiento sincero de pasar una velada romántica, de organizar en su casa reuniones. Una llamada telefónica al número adecuado es suficiente para ajustar cuentas, y después no hace falta nada más que esperar tras a puerta, observando por la mirilla, la llegada de la policía. Un verdadero placer.

Si la autonomía catalana ya es capaz de idear --aunque hay que reconocer que la idea original se dio en Alemania, allá por los años treinta-- tales estrategias para detectar a los ciudadanos que no se comporten como ordena y manda el Govern, qué no hubieran sido capaces de llevar a cabo, de haber conseguido la independencia. Hubiera sido el paraíso soñado. Incluso el alumno de primaria descontento con el profesor que no le ha dejado jugar al fútbol a la hora del recreo, podría resarcirse con una simple llamada al conseller Sàmper, acusando al docente de recibir. Así, a secas. No hace falta más. El conseller ya sabe.

El chivatazo como parte de la política es una de las grandes aportaciones de Cataluña a la humanidad, es de esperar que la denuncia de reuniones durante la pandemia sea sólo el inicio de lo que de verdad importa: señalar, denunciar y castigar a quienes no comulguen con el independentismo. Eso, para empezar. Más adelante se hará extensivo a quienes sean demasiado tibios en su apoyo. Durante la Guerra Civil ya se dieron muchos casos de chivatazos útiles, no hay pueblo ni ciudad en la que no se ajustaran cuentas por el sibilino método de acusar al vecino de ir a misa o, por el contrario, de estar afiliado a un sindicato. Se ignora de momento si los castigos que impondrá el Govern catalán serán tan contundentes como durante la guerra, es de esperar que sí, así escarmientan.