“Un historiador tiene derecho a distinguir un problema allí donde un juez decidiría un no ha lugar”, recordó Carlo Ginzburg en su breve pero aclaratorio ensayo El juez y el historiador (1993). Aunque ambos oficios comparten una metodología y unas fuentes similares (indicios, pruebas, testimonios…), el procedimiento no es el mismo.

Existen diferencias insalvables entre el “experimento historiográfico” y el proceso judicial. Según Luigi Ferrajoli, la primera y mayor divergencia es que en el ámbito de la justicia “las fuentes actúan en vivo, no sólo porque son asumidas directamente, sino también porque son confrontadas entre sí, sometidas a exámenes cruzados, y se les solicita que reproduzcan, como en un psicodrama, el acontecimiento que se juzga”. En la investigación histórica, este modo de contrastar las pruebas y los testimonios no es posible, porque en la mayor parte de los casos las fuentes se utilizan ya muertas. Ahí radica el buen hacer del historiador: analizar y explicar la realidad histórica con la mayor veracidad posible, aunque alcanzar y reconstruir esa realidad, completa y directamente, sea por definición imposible.

Si el juez no puede actuar como un historiador, y el historiador no puede ejercer de juez, ¿cuál es el papel del político cuando interfiere en la labor de uno o de ambos oficios? Lo más probable es que se meta en un charco. Legislar sobre el pasado desde el presente y en función de los intereses de la política actual es un error. La nueva Ley de Memoria Histórica que quieren aprobar PSOE y Podemos, con el beneplácito de ERC y demás grupos independentistas, en un oxímoron político, es decir, se presenta como una tormenta reparadora de agravios, pero en la práctica es un brindis al sol. La reforma que pretende afectar a la Ley de Amnistía de 1977 no significa su derogación, ni siquiera su modificación. Entonces ¿para qué tanta verborrea rufianesca?, ¿para qué tanto chapotear?

Elaborar otra vez una ley sobre la memoria histórica, tan tendenciosa para algunos grupos políticos, es también un oxímoron porque se presenta como una gran tinaja que, si se golpea, emite un silencio atronador. Es una paradoja que, mientras los ideólogos actuales de la enésima reforma educativa relegan la enseñanza y la práctica de la memoria como un desarrollo complementario en la formación de los niños, se proclame a bombo y platillo la imperiosa necesidad de una memoria sobre nuestro pasado más cercano: el de la dictadura franquista con todo su reguero de víctimas.

La segunda paradoja radica en la selectiva iconoclastia. Sólo se plantea la eliminación de los restos de unos símbolos franquistas, de otros no. ¿Acaso la Iglesia católica española no colaboró intensamente con la represión física y moral que aplicó sin contemplación alguna la dictadura? Es extraño que estos políticos que dicen ser de izquierdas --y posiblemente defensores de un Estado laico-- callan ante algunos acuerdos aún vigentes del concordato de 1953: la omnipresencia religiosa en la enseñanza pública y concertada, con el control directo de miles de centros educativos o con el derecho a constituir universidades. ¿Por qué la ley de memoria histórica no alude a aquella complicidad? ¿Por qué no se eliminan esos rentables privilegios heredados del régimen franquista y ampliados exponencialmente hasta la actualidad?

La tercera paradoja del silencio atronador afecta a la memoria reciente del terrorismo etarra o del nacionalismo etnicista. En ese sentido, el nuevo proyecto bien parece una ley de punto final. No se puede hablar de memoria histórica y excluir a la represión nacionalista en sus diversas formas, sea la españolista durante el franquismo o la catalanista o vasquista durante la democracia. Cualquier ideología que ampare la exclusión o la desigualdad por razones de sexo, opinión, idioma, lugar de nacimiento, etcétera, ha de ser incluida en cualquier ley que diga ser de memoria histórica. Se dirá que no es necesario porque ya se recoge en la Constitución, pues entonces para qué meterse en ese charco.

Quizás la única razón es que algunos necesitan reescribir su propia genealogía histórica. El PSOE exmarxista de Felipe González en 1988 lo hizo invocando el segundo centenario de Carlos III y sus proyectos reformistas. El PP españolista de Aznar lo hizo también entre 1998 y 2000 organizando los centenarios de Felipe II y Carlos V al tiempo que se reivindicaba el Imperio español. Y ahora lo hace la coalición PSOE-Podemos con 1982 como Año I de la Democracia, de ese modo la Transición queda devaluada y enmarcada en el franquismo final. Necesitan inventarse de dónde vienen, aunque no sepan a dónde van.