Como ya saben, acaba de fallecer Ruth Bader Ginsburg, jueza del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Designada por Clinton en la década de 1990, en los últimos años se había convertido en una celebridad como símbolo de la lucha por la igualdad de género y contra todo tipo de discriminaciones. Alex Shephard acaba de recordar que la conversión en mito de RBG ha perjudicado seriamente las opciones de los demócratas de moldear un TS de acuerdo a sus preferencias. Algunos le pidieron que renunciara durante el segundo mandato de Obama para que este pudiera proponer a alguien que continuara el legado liberal: sin embargo, RBG prefirió seguir en el cargo --la pesada carga de la notoriedad tiene estas cosas-- y ahora serán los republicanos los que nombren a otro juez para consolidar su hegemonía en el Alto Tribunal norteamericano.

En Europa los magistrados de los Tribunales Constitucionales no ejercen sus tareas de forma vitalicia, sino que son nombrados por un periodo variable normalmente por otros órganos constitucionales, como es el caso del gobierno o el parlamento. Lo mismo ocurre con el gobierno de los jueces (en nuestro caso el Consejo General del Poder Judicial) u otras instituciones (Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo) para las que se suelen prever mayorías cualificadas (en nuestro caso, 3/5 partes del Congreso y del Senado) tratando de evitar que los partidos terminen colonizándolas. Como ustedes bien conocen, el sistema pensado por nuestros constituyentes no ha logrado evitar que los partidos mayoritarios se repartan mediante las cuotas (los italianos llaman a esto lottizazione) los nombramientos de los órganos constitucionales.

¿En qué consiste ese sistema de “cuotas”? Pues es sencillo de entender: mientras la Constitución habla de “juristas de reconocida competencia” (arts. 122 y 159) para integrar el CGPJ y el TC, los partidos se reparten lotes en cada órgano de acuerdo a su fuerza electoral coyuntural, sin que ninguno de ellos suela cuestionar las cualidades profesionales del candidato, que apenas suele pasar un hearing deslavado en las Cortes antes de ser confirmado. En el año 2013 todo el montaje estuvo a punto de venirse abajo: el colegio de magistrados del TC se dividió a la hora de conceder la idoneidad de Enrique López, asunto que tuvo que ser resuelto mediante el voto de calidad del presidente. De haberse negado la idoneidad, se habría abierto un conflicto de difícil resolución. Viendo cómo se han ido degradando las cosas, quizá aquél habría sido un buen momento para que el TC recordara a los demás órganos constitucionales la exigencia de cumplir con la jurisprudencia que advertía de los peligros de las políticas de “cuotas” (STC 108/1986).

En el momento de escribir estas líneas, y tras un mes de agosto en el que parece que se rozó el acuerdo entre el PP y PSOE para renovar el TC y el CGPJ, hoy todo sigue empantanado entre graves acusaciones de ambas formaciones: el CGPJ en pleno está en situación de interinidad desde diciembre de 2018, cuatro magistrados del TC están en prórroga desde noviembre del año pasado, mientras que el Defensor del Pueblo está en funciones desde julio de 2017. Naturalmente, ante esta parálisis, aparecen soluciones imaginativas para tratar de superarla: cambios legislativos para prohibir las prórrogas, modificación de las mayorías para renovar solo una parte del CGPJ, introducción de una agencia independiente para cribar candidatos o, incluso, como sugiere Sosa Wagner, recurrir al sorteo una vez se hayan comprobado los requisitos de todo aquél que se postule para integrar los órganos constitucionales citados.

En mi opinión hay un problema de fondo que a veces se soslaya: en el famoso artículo del recordado Rubio Llorente, titulado “La feria de San Miguel”, se apuntaba que toda institución contramayoritaria debe tener un sesgo político que refleje el pluralismo de valores reconocido en la Constitución. Eso haría necesario que los partidos intervinieran de forma más o menos diáfana en la elección de sus integrantes. No sé hasta qué punto puede seguir manteniéndose esta perspectiva en tiempos de profunda polarización: la brutalidad que los medios de comunicación y la clase política está haciendo gala en el asunto de la renovación del CGPJ y el TC está llegando a cotas desconocidas. La solución pasa, como algunos han puesto de relieve cínicamente, “por cumplir la Constitución”. Sin embargo, nada indica en ella que los vocales y magistrados deban ser una correa de transmisión ideológica: por el contrario, el mérito, la capacidad y la reconocida competencia son los únicos asideros objetivos a los que agarrarnos en tiempos democráticos bien recios.