Gracias a Dios, pocas veces “en mi corta y triste vida”, como gritaba enfurruñado mi profesor de Derecho Laboral en la universidad para hacernos callar (“ustedes, las del banco del fondo, ¿qué se cuentan? ¿Su corta y triste vida?”)  he tenido la necesidad de ir a un psicólogo.

La primera vez fue hace unos diez años, para intentar superar una ruptura amorosa. Aconsejada por mi hermana, acudí a un terapeuta de la escuela Gestalt. Un tipo bastante curioso (me daba abrazos y compartía conmigo sus desgracias familiares) que con una sola sesión me hizo ver que hasta que no quedase con mi ex y le escupiera a la cara todo lo que pensaba, no podría poner punto final a la relación.

Hice caso de su consejo y la verdad es que me fue bien. Después tendría que haber dejado de acudir a su consulta --ya estaba curada-- pero, no sé aún por qué, continué yendo a sus sesiones. Sesiones que se convirtieron en una especie de consultorio de la doctora Francis, en las que yo le contaba mis ligues y payasadas varias para evitar entrar en conversaciones más profundas que implicaban hurgar en el pasado y ponerme triste. “Tendré que contratar a un psicólogo para que me ayude a dejar a mi psicólogo”, recuerdo que bromeaba con mis amigos por aquel entonces. Al final, me armé de valor y le dije que no volvería más. Él se quedó muy triste, porque, según dijo, dejábamos muchos temas pendientes y conmigo, a diferencia de con otros pacientes, “no se aburría”. Por supuesto que no se aburría: mi vida de escritora chiflada-Mata Hari metepatas entretiene a cualquiera. Si algo he descubierto yendo a psicólogos es que soy una buena storyteller y se me da bien contar mi vida como si fuera una película, como si, en el fondo, la viviera con un espectador y no participase realmente en ella.

Los terapeutas me calan enseguida: empiezan a decirme que si vivo demasiado despreocupada, distrayéndome con lo superficial y desatendiendo lo que yo quiero de verdad, que debería ser un poco más madura y tomarme las cosas más en serio, bla bla bla. En lugar de darles la razón, me pongo en plan competitiva: quiero demostrarles que, tal y como soy, ya me va bien, así que los acabo dejando a todos.

“Antes de pagarle 60 euros a un psicólogo, quedamos y me cuentas a mí tus problemas”, me dice mi amiga Maria Isabel cada vez que le explico mi experiencia con algún terapeuta. Maria Isabel está convencida de que las terapias son una tomadura de pelo. Yo no soy tan radical como ella. Creo que hay gente que necesita apoyo psicológico para que el sufrimiento no les impida poder llevar una vida normal. Para poder desengancharse de una relación tóxica o recuperar las ganas de levantarse de la cama, por ejemplo. En mi caso, acudir a un terapeuta me ha servido al menos para constatar que mis problemas emocionales son bastante “normales” y a ser consciente de las conductas que tengo que corregir para dejar de sufrir. Otra cosa es que lo haga o no. 

“Cada vez que experimentas rabia, tristeza, miedo, ansiedad, significa que te estás creyendo un pensamiento”, asegura la terapeuta Elma Roura en su libro El Camino al Éxtasis (Koan, 2020). Roura, igual que muchos otros terapeutas, defiende que para evitar el sufrimiento hay que aprender a cuestionar nuestros pensamientos y creencias, ya que, muchas veces son erróneos, y eso implica mucho trabajo de coco.  

Al final, pues, todo parece un tema del cerebro. Entonces, ¿qué pasa si mañana recibo un mazazo en la cabeza, pierdo la consciencia y me quedo en estado vegetativo? Todos mis sufrimientos desparecerían, porque no pienso. ¿No hay alma?

Una buena respuesta a mi pregunta la encontré leyendo Middlesex, gran novela de Jeffrey Eugenides, ganadora del premio Pulitzer 2003. “Mientras, mi abuelo trataba de habituarse a una realidad mucho más aterradora. Cogido de mi mano para mantener el equilibrio, con los árboles y arbustos haciendo extraños y sinuosos movimientos en su visión periférica, Lefty encaraba la posibilidad de que la consciencia fuese un accidente biológico. Aunque nunca había sido una persona religiosa, comprendía ahora que siempre había creído en el alma (…), Pero al ver que le seguían flaqueando las facultades mentales, produciéndole cortocircuitos, llegó finalmente a la fría conclusión, tan en desacuerdo con su juvenil despreocupación, de que el cerebro no era más que un órgano como los demás y que cuando fallaba se acababa todo”.