El procés va camino de convertirse en una de las mejores obras de teatro del absurdo. La prometida independencia en 18 meses anunciada en 2015, que contaría con infraestructuras de Estado, reconocimiento internacional y apoyo masivo de la UE --porque, ¿cómo puede permitirse la UE expulsar a Cataluña?-- ha superado ya un lustro de dimes, diretes y hazmerreíres, donde la nota positiva no ha sido otra que menos mal que el mundo no nos miraba.

La reciente detención y puesta en libertad de Carles Puigdemont era algo que el procesismo necesitaba para seguir estirando el chicle de un relato cada vez más insostenible. Empieza a producir vergüenza ajena que una parte de la sociedad siga venerando a un victimizado expresident que tuvo más agallas en planificar una fuga en un maletero que en retirar la bandera española del Palau de la Generalitat el día en que supuestamente proclamó la independencia. Supuesta independencia, porque ni siquiera tuvo la valentía --por llamarlo finamente-- de hacer constar en los documentos oficiales de la Generalitat que habían declarado unilateralmente la ruptura con España.

Cataluña fue antaño tierra de progreso gracias a todos aquellos que decidieron jugársela. Ahora glorifica personajes cobardes que nunca tuvieron un plan más allá de alimentar el relato y la tensión en la sociedad para poder mantener la silla y el sueldo público. Nunca supieron cómo llevar a cabo la creación de un Estado porque ni tan solo fueron capaces de aguantar mucho tiempo trabajando en el sector privado.

En la opereta del procés, uno ha podido ver cómo el principal partido de la derecha catalana acaba mutando en el partido cómplice de la CUP y sus políticas de extrema izquierda. No podría faltar a la cena de los idiotas otro expresident como Quim Torra, quien tan solo será recordado por el “apreteu”. Un discurso alentador de masas y contra el sistema que, para más inri, se acabó convirtiendo en constantes desautorizaciones al cuerpo de policía de su propio gobierno.

Entra también por la puerta grande a tan honorífica cena el president Pere Aragonés, quien después de años de alimentar el discurso procesista que acusa al Gobierno de España de castigar a Cataluña, se acaba oponiendo la inversión por parte del Estado de 1.700 millones de euros destinada a la ampliación del aeropuerto de El Prat. Todavía tiene legislatura por delante, nada hace pensar que esta pueda ser la primera de muchas.

¿Es esta la Cataluña que queremos? Después de tantos años de esperpentos y de continuos gobiernos entre JxCat y ERC, uno empieza a pensar que tal vez sea así. Puede ser que a los catalanes les parezca bien que Madrid vaya disparada, que Andalucía haya superado ya a Cataluña en creación de empresas o que Cataluña sea la autonomía con más impuestos propios de España y asfixie constantemente a su menguante clase media...

Si queda alguien con seny en la sala, ahora más que nunca, después de años de la marmota, la sociedad civil debe organizarse para poner fin a estas cenas de idiotas y centrarse de una vez por todas en rearmar y reclamar la presencia de gente preparada en Cataluña. Difícilmente esto será posible sin el papel de ésta que, hasta ahora, ha sido complacientemente bienquedista y poco confrontativa con el procés de decadencia nacional de Cataluña. Ara sí que “tenim pressa” para que, de una vez por todas, Cataluña vuelva a ser “rica y plena”.