La caída del pujolismo y el auge secesionista --concebido para enfrentarse al orden constitucional-- dejan aún más al descubierto que su posición de centroderecha era rehén de los objetivos nacionalistas. Ahora, siendo la inmoderación su matriz, ERC pretende sustituir el pragmatismo pujolista con Oriol Junqueras en la cárcel y el ciudadano Rufián en la Carrera de San Jerónimo. Mientras, lo que quedaba de Convergència está en una guerra interna cruenta, con las estrategias de Waterloo, la inanidad de Quim Torra y el intento postrero de resucitar la hegemonía convergente de antaño, ya fuera de juego. Es inimaginable que el catalanismo político se rehaga, al menos sin una mutación despojada de ambivalencias.

Para un centroderecha ahora mismo hay más demanda que oferta y más inercia que ambición, hasta el punto de que voces estoicas aconsejan dejar pasar tiempo hasta que aparezca una nueva generación liberal-conservadora. Pero sería un desacierto dar por sentado que, en una circunstancia tan saturada de confusión, la opción de un centroderecha de futuro, sin complejos identitarios ni hipotecas, no pueda llegar a tener un peso político apreciable en Cataluña, sea como impulso autóctono o por reconsideración a fondo de la política española, de una política de Estado. Vegetar no es una buena alternativa.

La UCD de Adolfo Suárez tuvo inicialmente unos resultados magníficos con equipos políticos surgidos de la sociedad catalana. Luego, con tantos cambios en tiempos de la AP de Fraga y, con el PP, contradicciones estratégicas aparatosas, el centroderecha como opción potente y sin ambigüedades respecto al significado de 1978 entró en una dinámica de altibajos electorales que erosionaron lo que era un espacio natural liberal-conservador, representativo de una franja sustantiva de la Cataluña real. Fue así como gradualmente el centroderecha conectado orgánicamente con el sistema político español fue perdiendo potencia en el sistema político catalán, entre otras cosas porque la ley electoral convertía a CiU en bisagra y sometía al PP de Cataluña --como también ocurrió con el PSC y el PSOE-- a las lógicas de estabilidad general.  

Ahí apareció Cs para ser un agente significativo y adentrarse en el intento de ser una bisagra que sustituyese al nacionalismo extractivo en las Cortes. El caso de Cs es radicalmente distinto al del centroderecha. Luego, tanto con votos socialistas como del PP, logró los excelentes resultados de Inés Arrimadas. Primero socialdemócrata y ahora liberal, el reciente vuelco de Cs para implantarse en la política de toda España y su afán por sobrepasar al PP por ahora deja en suspenso toda una dinámica de proyección en Cataluña.

En general, habrá sido una malversación muy gravosa aceptar que el secesionismo metabolizase el nacionalismo, habiendo ya engullido el catalanismo posibilista para maximizar el unilateralismo. Es una distorsión de envergadura haberse creído que para defender e impulsar los intereses de Cataluña sea obligado ser catalanista o secesionista. Lo que importa es el pluralismo, la garantía constitucional como factor de estabilidad y crecimiento postindustrial. Es muy sencillo: los intereses de Cataluña concierten al conjunto de su ciudadanía.

¿Queda un espacio de centroderecha catalán, imaginativo y de futuro, que no esté mediatizado por la agonía del procés y se reformule en un horizonte high tech, con sentido del Estado?. Un lenguaje nuevo que distinga entre identidades y políticas identitarias, entre política y maximalismo, entre valores constitucionales y autodeterminación retrógrada. ¿Sería factible un centroderecha start up?