"Una creciente comunidad mundial de teóricos defiende la creencia de que la Tierra es plana, mientras que la sociedad a su alrededor la rechaza rotundamente". Es la sinopsis de un recomendable documental de Netflix sobre el fenómeno del terraplanismo, una corriente en auge en Estados Unidos que está sorprendiendo a físicos, astrónomos y científicos sociales.

¿Cómo puede una comunidad no solo sobrevivir, sino crecer, en torno a esa premisa en pleno siglo XXI y en una sociedad pretendidamente culta y formada? Mark Sargent, uno de los líderes del movimiento, nos da la respuesta: "La Ciencia no hace sino lanzarnos sus matemáticas para explicar que la tierra es esférica; nosotros, mientras, decimos '¡hey! Mira al horizonte. ¡Es plana!'".

El movimiento se construye sobre una forma de aproximarse a la realidad que privilegia nuestra visión subjetiva de las cosas sobre la Ciencia, el conocimiento o las instituciones, puestas en duda a través de teorías conspirativas. Esas percepciones intuitivas y subjetivas de la realidad se refuerzan mediante el sesgo de confirmación, un proceso cognitivo por el cual seleccionamos exclusivamente la información que confirma nuestras creencias y nos rodeamos de personas que comparten esa visión singular de las cosas.

Cualquiera que haya tratado de debatir de forma racional con defensores acérrimos del procés y vea el documental, trazará inmediatamente el paralelismo --salvando las evidentes distancias--, entre la forma de transformar la realidad de ambos movimientos. Ambas corrientes se basan en unos dogmas. Si la realidad contradice su dogma, no se cambia el dogma sino que se crea una realidad alternativa seleccionando exclusivamente los hechos que encajen en él, desechando el resto.

En la realidad alternativa del procés, la independencia de Cataluña es un derecho. No solo es un derecho sino que, ante una España disfrazada de bestia negra para la ocasión, que reprime y oprime, es una necesidad. Cualquier comportamiento antes censurable se convierte en excusable con tal de lograrla. Es por eso que muchos procesistas toleran los tics totalitarios y los arranques xenófobos de muchos de sus líderes políticos y sociales. Es por eso que acontecimientos que chocan frontalmente con los usos y costumbres de cualquier democracia liberal, como los del 6 y 7 de septiembre de 2017, se contemplan con normalidad o incluso como mito fundacional.

"España no es una democracia" es uno de los dogmas del procés. Da igual cuantos datos proporcionemos sobre la calidad de la democracia española. Da igual que uno de los laboratorios de ideas más prestigiosos del mundo, como es The Economist Intelligence Unit, nos clasifique, año tras año, como una de las únicas 20 democracias plenas del mundo. Da igual que para Freedom House seamos uno de los países más libres del planeta. Da igual que seamos uno de los Estados menos condenados por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Da igual que todas las instituciones de la UE avalen la calidad democrática de nuestro país o que el secretario general del Consejo de Europa declare que no tiene ninguna duda sobre la justicia española.

Un artículo de Vicent Partal, una tertulia con Pilar Rahola o un mitin de algún hiperventilado abogado escocés que confirme las percepciones intuitivas sobre la democracia española del procés vale más que cualquier sesudo análisis de especialistas, laboratorios de ideas u organizaciones internacionales que las contradigan.

Otro de las ideas recurrentes del procesismo es el derecho de autodeterminación externa de Cataluña. Es un dogma importante porque, de existir, España estaría violando los derechos del "pueblo" catalán, lo que, en la lógica procesista, daría legitimidad al movimiento para rebelarse ante una situación de violación de sus derechos fundamentales. El único problema es que es mentira.

El artículo uno del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 es por donde empiezan, y suelen terminar, los debates sobre este tema con los defensores acérrimos del procés: "Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación". A tenor de la redacción del texto, los procesistas lo tienen claro: Cataluña, como "pueblo", tiene derecho a la secesión. No hay más que hablar.

Da igual que intentes hacer entender que es imposible equiparar su concepto intuitivo y coloquial de "pueblo" con el que el derecho internacional tiene reservado para esa palabra en el contexto de dicho Pacto. Da igual que les refieras a la lectura de la resolución 2625(XXV) de la Asamblea General de Naciones Unidas en la que se concreta que, en el marco del Pacto, "pueblo" significa Estados soberanos, colonias o territorios bajo yugo extranjero, y que el derecho de autodeterminación no puede entenderse en el sentido de quebrantar la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que estén dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio. Dan igual las referencias a la práctica internacional o que les señales los casos de Transnistria, Somalilandia u Osetia del Sur como prueba de lo erróneo de su interpretación. Da igual que hagas referencia al Derecho de los Tratados, que determina que para la interpretación de éstos se debe atender al objetivo y fin de los mismos, su contexto y la intención de las partes firmantes --costaría mucho convencer a cualquiera de que España estuviera pensando en la secesión catalana, o Bélgica en la flamenca, al firmar el Pacto--. Da igual que señales que según su visión alternativa de las cosas, todas las democracias de nuestro entorno estarían violando ese supuesto derecho al proclamar en sus constituciones la integridad de la nación o del Estado en sus diferentes variables. Da igual que el propio Ban Ki Moon, en su calidad de secretario general de Naciones Unidas, hubiera declarado que Cataluña no es un territorio con derecho a la autodeterminación.

En la realidad procesista, todo eso da igual, porque el Pacto dice "todos los pueblos": el horizonte es plano. Ante la duda, siempre se puede recurrir a algún experto útil, como Alfred de Zayas, que contradiga a la inmensa mayoría de la academia y sirva como clavo ardiendo al que agarrarse para alimentar su sesgo de confirmación, al igual que hay científicos útiles que niegan el cambio climático o los efectos cancerígenos del tabaco.

Existen otros dogmas procesistas que podríamos desmontar, como la existencia  de presos políticos y exiliados --algo que niegan desde organizaciones especializadas como Amnistía Internacional, pasando por organizaciones internacionales o instituciones europeas, y cuya insistente apelación por parte del procesismo no hace sino faltar al respeto a los verdaderos presos políticos y exiliados a lo largo del mundo--. Sin embargo, siempre habrá alguna organización domiciliada en Barcelona con bonito nombre inglés --tipo International Trial Watch--, algún artículo en El Nacional.cat o una declaración lastimera de Quim Torra que nos contradiga y contra la que no podremos luchar.

Lo preocupante de este estado de cosas es que estamos malgastando una gran cantidad de tiempo y energía, en debatir si la Tierra es plana. Tiempo y energía que podríamos dedicar a encontrar un encaje mejor para Cataluña y otras partes de España en el resto del país. Tiempo y energía que podríamos dedicar a diseñar una estructura de Estado de corte federal en la que Cataluña y otras partes de España se sintieran corresponsables e involucradas. Tiempo y energía que podríamos emplear en reevaluar cuál es el papel que deben tener el catalán y el resto de las lenguas de España. Incluso, si nos quedaran tiempo y energía, podríamos invertirlo en averiguar por qué los ricos viven hasta once años más que los pobre en Cataluña.

Más allá del conflicto político y territorial que supone para el conjunto del país, el procés es un síntoma. Una muestra de una sociedad vulnerable --la española--, con pocas herramientas para defenderse de discursos nacionalistas y populistas que ya empiezan a aflorar en otras partes del país. Una sociedad con carencias importantes en cuanto a su conocimiento sobre cómo funciona nuestro sistema de garantías, las instituciones del Estado, las de la UE y las internacionales, con falta de pensamiento crítico y con pocos instrumentos para evaluar los recursos de los expertos, la información de calidad y luchas contra la propaganda. El procés es, al fin y al cabo, la punta del iceberg.