En un casón rehabilitado del siglo XV, situado en el Barrio Viejo de Girona, Quim Torra, 131 presidente de la Generalitat de Cataluña según la numeración historiográfica nacionalista, ha instalado su oficina de expresidente, prerrogativa a la que tiene derecho, más una pensión vitalicia después de una presidencia de 28 meses, un coche oficial con conductor y un servicio de escolta.  

Torra ha elegido el lugar donde instalar su oficina, desde la que proseguir su activismo social a favor de la independencia, plenamente consciente y motivado: “Girona se mantiene al lado del país y de las instituciones catalanas” mientras que “Barcelona ha abdicado de ser la capital de Cataluña”, por eso él, consecuente, la da por amortizada para proclamar en su lugar y con su presencia la capitalidad de Girona.

Tiene razón en cuanto que a lo largo de la historia ha existido, latente o manifiesto, un enfrentamiento ideológico y de intereses --y en ocasiones armado-- entre comarcas del interior de Cataluña y Barcelona, Cap i Casal de Catalunya desde la edad media. Sin Barcelona, Cataluña habría sido un conglomerado de comarcas desarticuladas e insubstanciales integradas en España o en Francia.  

Lo que Torra representa y a lo que aspira conecta con ese enfrentamiento histórico. El interior gerundense, que en el siglo XIX fue en su mayor parte carlista, es donde hoy ondean más banderas independentistas.

Se ha especulado mucho sobre las coincidencias entre el carlismo, que tanto arraigo tuvo en Cataluña, y el independentismo. Las diferencias son obvias. El carlismo fue una ideología y un movimiento del siglo XIX de crucifijo, trabuco y tartana con reminiscencias hasta mediados del siglo XX y el independentismo catalán en las formas y los medios es muy del siglo XXI.

Las similitudes se hallan en los significantes. Ambos movimientos han sido revisionistas de la realidad, no hacia adelante --serían progresistas--, sino hacia atrás --son reaccionarios--, y han querido restablecer el pasado: el carlismo contra el liberalismo, la modernidad del siglo XIX, el independentismo contra la modernidad de nuestro tiempo de integraciones, desde el europeísmo a la globalización, y de conciencia de los problemas de humanidad, frente a cuya modernidad levantan su particularismo por (aparte otras razones) miedo a la desaparición de “lo catalán”.  

El tránsito del carlismo al independentismo ha sido fluido. Catalanistas que provenían del carlismo participaron en la fundación en 1931 de Unió Democràtica de Catalunya --la democracia cristiana catalana--, que tuvo veleidades separatistas y que acabó emparentada con Convergència Democràtica, de raíces nacional montserratinas en la estela del integrismo carlista.

El solapamiento territorial de la implantación carlista y la independentista es más que evidente, en determinadas comarcas es un calco. Vic, Igualada, Manresa, Berga, Solsona, Olot, Ripoll, notorias representaciones del interior, hoy independentistas, fueron carlistas, Barcelona nunca y no ha sido mayoritariamente independentista.

Aunque puede parecer anecdótico, Amer, pueblo de la provincia de Girona, donde han vivido generaciones de los Puigdemont, fue el cuartel general carlista de 1846 a 1849. Algo de la historia queda siempre flotando en el aire que se respira.

La Barcelona abierta, mestiza, mercantilista, sin esencias ni creencias demasiado firmes, con un cinturón metropolitano habitado predominantemente por otros catalanes de orígenes procedentes de toda la geografía española, que resiste la penetración independentista, en efecto, no puede ser la capital de la Cataluña-Ítaca de Torra.

Hay un interior de Cataluña que quiere creer que ya vive en Ítaca, aunque sea una Ítaca fantasmagórica, y ha desconectado no solo de España, sino también de la Cataluña real y de Barcelona, su capital.

Un muro físicamente invisible por ser ideológico divide hoy Cataluña, más eficaz en la separación que si fuera de piedra. En el lado exterior del muro no se es consciente de su existencia por su invisibilidad.  

En el lado interior del muro han sublimado el fracaso del procés dando por definitiva su desconexión anímica. Se puede comprobar, como lo comprobó Ciudadanos en más de una ocasión, un día cualquiera de mercado en Vic.

Para la superación del procés en su vertiente secesionista será necesaria la caída del muro, la reunificación moral de Cataluña y el retorno de la capitalidad a Barcelona. Hacerlo caer será ardua tarea, para empezar, hay que tomar consciencia de su existencia y de las dos Cataluñas que separa.

Torra, en cambio, es un avanzado, sabe de las dos Cataluñas puesto que ha trabajado en la construcción del muro y se ha instalado ya en la Cataluña descapitalizada por el secesionismo de su capital real.