Es habitual el uso polisémico y retórico de palabras relacionadas con el conflicto catalán. Los dirigentes y los militantes de este movimiento nacional confunden Estado español con España o Estado español con Gobierno central, premeditadamente o por ignorancia de los significados. En ambos casos este disparate ha ablandado casi todas las entendederas de la izquierda y la derecha catalanistas --extremos incluidos--, hasta contagiar a partidos de ámbito estatal. Como recuerdan algunos historiadores, esa confusión deliberada fue iniciada por el mismísimo Franco, de quién lo deben haber tomado los nacionalistas catalanes y vascos, justos herederos de ese totalitarismo lingüístico tan aficionado a las sinécdoques.

El colmo de la estulticia o de la alevosía, según el nivel de gregarismo o de liderazgo, se ha alcanzado con la confusión entre poder judicial y poder ejecutivo, y de éste con poder legislativo. Al margen del galimatías trilero de Puigdemont y sus secuaces, Cataluña es España y Generalitat es Estado español, en justa correspondencia semántica. Luego si en el actual dislate puede ser válido el axioma "Estado español reprime a Cataluña", también lo podría ser que "Generalitat reprime a Cataluña" o, más llamativo aún, que "Generalitat reprime a España".

Hoy en día, según Enzo Traverso, los partidos políticos ya no necesitan ni intelectuales ni militantes, los únicos indispensables son "los gerentes de comunicación". Desde luego, si hubiera un premio internacional sobre el arte de la propaganda, éste debería ser concedido sin discusión alguna a los hacedores y asesores del nacionalcatalanismo. Desde sus inicios, los ideólogos de este movimiento han repetido hasta convertirlo en un dogma de fe que Cataluña es un solo pueblo. Esta idea tan reiterada es ya el eje central sobre el que pivota cualquier reivindicación del nacionalismo transversal, desde las posiciones histéricas de la CUP hasta el catalanismo moderado de democristianos o socialistas, sin olvidar a la repelente ambigüedad de los comunes. Todos hablan de un solo pueblo catalán como sujeto soberano, aunque no lo sea, de ahí las nefastas consecuencias de excluir a una gran parte del todo.

El independentismo el primer agente propagador de la catalanofobia en el seno de la mismísima Cataluña. Uno de los fundamentos del nacionalcatalanismo es la fobia hacia los catalanes que no piensan o actúan como ellos

El éxito mediático del un sol poble ha traspasado fronteras. Ha triunfado el reduccionismo, han jibarizado unos caracteres nacionales imaginarios para representar y exaltar la corporeidad de Cataluña. En las manifestaciones soberanistas estas hostias consagradas se ofrecen a los fieles en el ritual que les une como comunidad al compartir una misma ideología, quedan excluidos quienes no piensen igual. Poco importa que en dichos actos se perviertan palabras como libertad, democracia o derecho, si lo que prevalece es un sol poble. Los demás son incendiarios o indeseables a señalar, o infieles a convertir en esta extraordinaria campaña de evangelización cuyos máximos sacerdotes son los Jordis. Estos protomártires y cardenales purpurados están amparados por su particular derecho canónico, donde el delito de sedición obviamente no existe.

Tener que insistir en la evidencia de que Cataluña es una realidad plural y diversa demuestra la perversión fascistoide que encierra la expresión populista. Por poner un ejemplo entre tantos posibles. Las conocidas sentencias mitineras de Carme Forcadell, sobre quiénes son o no pueblo catalán, demuestran que es el independentismo el primer agente propagador de la catalanofobia en el seno de la mismísima Cataluña. Así uno de los fundamentos del nacionalcatalanismo es la fobia hacia los catalanes que no piensan o actúan como ellos. La catalanofobia está en el ADN del independentismo. No es una paradoja ni siquiera un juego de palabras, son hispanófobos porque primero son catalanófobos.