Ha habido en los últimos tiempos en Cataluña, antes de la kermesse heroica a propósito de la sentencia del 1-O, algunos movimientos para configurar una oferta política que recupere "lo mejor" del catalanismo político histórico, o dicho de otra manera, del nacionalismo que fue hegemónico desde la transición de 1978 hasta el 2012. Algunos versos sueltos de la rápida mutación vivida desde el catalanismo conservador hacia el independentismo a que los condujo Artur Mas ven ahora la necesidad de recuperar una oferta realista que haga de las maneras de hacer pujolistas del "pájaro en mano" un sustitutivo hacia el futuro del maximalismo improductivo de los últimos años. La gente que se reúne con esta pretensión son diversos, más bien de perfil político bajo y algunos, con currículos anteriores que, a estas alturas, les hace parecer poco confiables. Unos por que tardaron mucho en criticar y descolgarse de la pulsión políticamente suicida del mundo convergente, algunos con vinculaciones notorias al mundo de la corrupción con que funcionaba el engranaje político hace unos años y, otros, porque parecen dispuestos a que los recoja cualquier coche-escoba que los pueda resituar en la vida pública. Hay, como siempre, algunos politólogos que creen que se ha abierto una "ventana de oportunidad" para configurar un espacio electoral que, afirman, dispone ahora de unos 300.000 votantes que se encuentran huérfanos de representación. Que no parece una gran idea lo demuestra, al menos, que algunos de los referentes de este campo se mantienen en un segundo plano y no parecen dispuestos a dar un paso que, hecho ahora, tiene tanto de oportunista como de apuesta fracasada. La Vanguardia es quien bendice de manera clara esta estrategia.

Y es que ya hace mucho que lo que representaba el nacionalismo convergente debía haber actuado evitando una deriva que le ha hecho perder toda credibilidad. Una parte del país ha esperado en vano que el catalanismo conservador volviera coger la bandera de aquellos valores que la habían legitimado: la moderación política, la voluntad de integración de un país hecho de pulsiones y culturas diversas, la transversalidad ideológica, la defensa de una identidad poliédrica y de carácter "laico", una inquebrantable voluntad inclusiva, una apuesta por la modernidad y la defensa del territorio como un espacio común y compartido de planteamientos y visiones diversas. Pero no queda nada de esto entre aquellos que habían formado parte del negociado, como tampoco en buena parte de la sociedad que les apoyaba, ya que ha sido transportada hacia proyectos de redención colectiva que no son sino maneras excluyentes de entender el país y su futuro. En las plazas públicas antiguamente convergentes, ahora predomina el "que se vayan", demostraciones rudas e incluso violentas y afirmaciones de pulsiones identitarias que han mudado claramente hacia expresiones totalitarias. De hecho, entre las muchas cosas que se ha llevado por delante el procés, está el catalanismo político, del que se creen ahora depositarios casi en exclusiva las formaciones independentistas. De hecho, el mismo encuentro que se hizo hace poco en Poblet --antes siempre se hacían estas reuniones en el monasterio de Montserrat--, ha evidenciado que ya no hay un catalanismo moderado, si acaso un independentismo que también quiere recuperar una cierta realpolitik como a ratos afirma haber hecho ERC, porque la estrategia de los últimos años ha conducido a un inevitable callejón sin salida.

El catalanismo político tiene mucho pasado, escaso presente y malas perspectivas de futuro. Ha sido en Cataluña una tradición histórica importante, que proviene de finales del siglo XIX y que, de una manera u otra, ha injertado valores en prácticamente todo el arco político. También los socialistas catalanes han bebido de esta tradición, aunque probablemente de las fuentes más avanzadas y progresistas, y no tanto de las más tradicionales y de sotana. De hecho, unos evolucionaron hacia el nacionalismo y los otros, no. Durante los próximos años, el uso político del término "catalanista" habrá quedado asociado a un nacionalismo radicalizado y con una gran tendencia a la sobreactuación, a una concepción sectaria del país que se ha impuesto en la última década y que ha llevado a la confrontación y al paroxismo. Frente a ello, los ciudadanos que no comparten el esencialismo, están a la espera de proyectos políticos que respondan a sus preocupaciones y necesidades, planteamientos en los que el territorio sólo sea el contexto, la catalanidad una connotación que no se presta a bandera y Cataluña un espacio con sentidos de identidad y de pertenencia fríos y en combinaciones variables.