A ningún español le puede molestar que todo un conseller de interior de la Generalitat como Miquel Buch, asegure que los catalanes «somos diferentes». Más bien al contrario, imagino el suspiro de alivio, las celebraciones y los festejos de todos los no catalanes al saberse distintos de semejante individuo. Si yo fuera un señor de Majadahonda, o de El Ferrol, o de Don Benito, lo último que querría es ser igual, qué digo, ser remotamente parecido a este hombre con aspecto australopithecus y, lo que es peor, con cerebro tan evolucionado como el de dicho homínido. Si Miquel Buch encarna el ideal catalán, si su persona muestra aquello que nos diferencia del resto de españoles e incluso del resto de habitantes del planeta, habremos de convenir en que sólo por algún inexplicable milagro los catalanes no estamos todavía encaramados a los árboles. No queda sino felicitar al resto de españoles por ser diferentes de lo que representa Buch. Y envidiarles, claro.

El problema, en todo caso, lo tenemos los catalanes, a quienes las irresponsables palabras de Buch nos colocan en su mismo plano, para vergüenza nuestra y de nuestras generaciones posteriores. Me niego a considerarme un igual de este hombre por el solo y casual hecho de haber nacido en su misma región. Escucho a Buch balbucear expresiones supuestamente humanas en cualquiera de sus intervenciones, le veo con su aspecto de haber aprendido a andar erguido hace apenas unos meses, y no puedo sino desear, y si hace falta rogar, que no me incluya entre «los diferentes» de los que dice formar parte.

Uno agradecería que el conseller precisase un poco sus palabras, aunque fuera para remarcar, parafraseando al Napoleón de Rebelión en la granja, que los catalanes son diferentes, pero algunos como él son más diferentes que otros. Ello me permitiría quedar excluido lo que sea que esté pensando --es un decir-- Buch cuando habla de diferencias, sin dejar de ser catalán. Hay frases que sólo puede pronunciarlas un cerdo. Me refiero a Napoleón, como sabrá cualquier lector de la novela de Orwell.

Yo aspiro a pocas cosas en la vida. Una de ellas, formar parte de los catalanes «poco diferentes», y si es «nada diferentes» mejor todavía, al resto de españoles. Dejo para el conseller Buch todas las diferencias, que además hay que reconocer que saltan a la vista, para desgracia suya y de sus allegados, a la vez que para alegría del resto de la humanidad, que ni en sus peores pesadillas quisiera sufrir el menor parecido con el conseller.

Ignoro si serán muchos los catalanes que, a la vista del conseller Buch, considerarán un elogio parecerse a él, formar parte de su misma tribu, esa que es tan distinta del resto de los españoles. Más bien me barrunto lo contrario, que donde habrá colas va a ser en la ventanilla donde se tramiten las solicitudes para ser considerados oficialmente diferentes a Buch. Empieza a ser necesario un certificado --plastificado, para poder llevarlo siempre en la cartera-- que diga bien claro que cualquier parecido del abajo firmante con el titular de Interior de la Generalitat es pura coincidencia. Un carnet que nos permita, en cualquier momento, certificar ante la autoridad que lo demande, que el portador es completamente diferente al conseller Miquel Buch. Eso sí que sería útil, y no la mandanga del carnet de no ser portadores del coronavirus que nos querían endosar los cerebritos del Govern, esos sí parecidos a Buch.