Pablo Casado sueña con el artículo 155. No hay día que no lo reclame, a veces coincidiendo con Albert Rivera, con quien comparte pesadillas. Ayer, el líder del PP se rasgó metafóricamente las vestiduras al preguntarse, pero ¿qué ha de pasar para que se aplique el 155? Alguien podría pensar que en Cataluña se ha proclamado por segunda vez la república o se ha convocado un nuevo referéndum. En realidad, la gran novedad de la política catalana es que el enfrentamiento entre Oriol Junqueras y Carles Puigdemont quedó expuesto a los cuatro vientos parlamentarios y, así, es difícil que nadie le ofrezca argumentos sólidos a Casado para reclamar una nueva intervención estatal de la Generalitat.

La impresión general desde la periferia es que algunos dirigentes políticos españoles hablan de Cataluña por hablar, por decir algo que incomode a la competencia, sin más aspiración que cubrir el minuto correspondiente de cuota mediática. El independentismo tiene a día de hoy otras urgencias que la de preparar una nueva desobediencia unilateral. Lo suyo ahora es dar con la fórmula para sobrevivir en el Gobierno de la Generalitat el máximo tiempo posible, a poder ser hasta conocer la gravedad de la sentencia a los procesados para recuperar aliento popular.

No es fácil, dicha estabilidad, una vez proclamada la disidencia de ERC ante el legitimismo defendido por JxCat y habiendo sido señalados los republicanos por su osadía como pésimos patriotas. Volver a la normalidad del gobierno de coalición y a la reinstauración de la mayoría parlamentaria implicaría olvidar las acusaciones cruzadas en público, las descalificaciones privadas y, sobre todo, por parte de Puigdemont, apearse de la retórica de la resistencia.

Sería difícil pero no imposible. El Gobierno de Torra solo puede caer por sus propios deméritos, sin intervención de terceros; porque la pérdida de la mayoría puede reconducirse en cualquier instante, especialmente si alguien hiciera caso a Casado. Está visto que el máster del líder del PP no era de aritmética política, ni de usos y costumbres de la política catalana, a tenor de su alegato exigiendo a Ciudadanos la presentación de una moción de censura.

En el Parlament no existe una mayoría constitucionalista porque dicho frente constitucional es una ilusión de la política madrileña. PP, Ciudadanos y PSC ni suman, ni quieren sumar, aun en el supuesto de que los Comunes se plantearan apoyarlos, que es mucho suponer; más bien todo lo contrario. El partido de Colau se imagina a sí mismo como elemento de estabilidad y moderación del Gobierno Torra. En el improbable caso de producirse el milagro de la Ciutadella en el que solo Casado debe creer, automáticamente llegaría la reconciliación entre las dos sedes de la política catalana, la residencia de Waterloo y la cárcel de Lledoners, para impedir la edificación de dicho santuario constitucional.

Torra y Aragonès, Junqueras y Puigdemont, PDeCAt y ERC solo se mantienen unidos formalmente por el peso emocional del factor judicial. Su discurso circular sobre la anormalidad política atribuida a los excesos del Estado (olvidando siempre su aportación a tal excepcionalidad) lo justifica todo, pero no les permite avanzar un milímetro en ninguna dirección. El desgaste que están sufriendo en términos de confianza mutua y de relación con su propio electorado es enorme y solo una amenaza exterior del tipo de las manejadas por Casado, 155 o moción de censura, les facilitaría la recomposición de fuerzas. Casado es en este sentido el factor indispensable para la remontada independentista. Porque lo único para lo que no estaban preparados los dirigentes del independentismo era para el diálogo. En cuanto el Gobierno Sánchez les ofreció la posibilidad y aprendió a relativizar las proclamas de uso doméstico, afloraron las grietas.