Uno de los daños colaterales de la necesaria caza de depredadores es que en ocasiones se convierte en caza de brujas. No se señala únicamente al depredador, sino a sus personas cercanas, como si éstas fueran culpables en lugar del culpable. Una cosa es cuestionar el silencio que rodea a las víctimas de incesto, de señalar a los adultos que abandonan a los menores afectados a su suerte, que los silencian, que los culpan. Otra cosa muy distinta es acusar a aquellos que no sabían, o que no podían denunciar en lugar de las víctimas.

En numerosas webs de medios de comunicación, la foto de Audrey Pulvar --periodista y candidata de la izquierda en la región parisina, cuyo padre ha sido acusado de incesto--ilustra los crímenes de su padre, célebre militante sindicalista de la Martinica, acusado de violación por tres de sus primas. En las redes, es a la hija, y no al fallecido, a quien los anónimos vienen a pedir cuentas. Ella --Audrey Pulvar-- lo explica con claridad: sí, sus primas le confiaron esas violaciones hace veinte años; sí, la conmoción fue terrible; pero no, no era ella la que debía hablar. “No nos correspondía, no me correspondía tomar la palabra en lugar de las víctimas”. Eso sí, a partir del momento en que ellas quisieron expresarse públicamente, para denunciar la heroización póstuma del personaje, Audrey Pulvar las apoyó.

En realidad, es el único enfoque posible. El único que pude considerar cuando las víctimas de Tariq Ramadan me confiaron sus abusos. Durante ocho años, guardé su secreto. ¿Cómo habría podido denunciar públicamente unos hechos que las primeras afectadas no osaban llevar ante los tribunales? Cuando Henda Ayari, que yo no conocía entonces, reveló lo que había sufrido por Twitter, antes de denunciarlo a la policía, apoyé su denuncia y su coraje. Algo que me convirtió en instigadora de un “complot”, a los ojos del depredador --Tariq Ramadan-- y de su secta.

La ultraderecha, por su parte, me acusó de no haberlo denunciado antes. El patriarcado es formidable: sus esbirros organizan el silencio y la protección de violadores desde hace siglos, acusan a las feministas que detestar a los hombres si éstas denuncian esa máquina de triturar... y se vuelven contra ellas si resulta que no han cortado ellas mismas el pene a los violadores, o a los depredadores que descubren en su propio entorno.

Un padre, un hermano, un colega o un adversario. Sin embargo, en esa situación podemos encontrarnos todos. Salvo que renunciemos definitivamente a tratar con hombres, sobre todo de ciertas edades, e incluso con ciertas mujeres; o a trabajar. ¿Por qué no denunciar a la menor sospecha? Porque que la palabra se libere, no significa que se caiga en la delación. Porque un rumor no equivale a una verdad. Porque existen miles de víctimas a las que no se les presta la atención suficiente, pero también existen hombres a los que se acusa falsamente. Son los depredadores los que deben dar explicaciones. Corresponde a las víctimas exigirlas. A nosotros nos toca escucharlas. Sin por ello tomarnos por jueces.