La Audiencia Nacional condenó esta semana a Manuel Fernández de Sousa-Faro, expresidente de la gallega Pescanova, a ocho años de presidio por falsear las cuentas del grupo. El tribunal castiga asimismo a ocho directivos y a tres familiares directos, a saber, su esposa Rosario Andrade Detrell y sus hijos Pablo Javier e Ignacio Fernández Andrade.

Curiosamente se han librado de la quema todos los integrantes del consejo de administración. Según los jueces, se mantuvieron in albis y nunca se apercibieron de los múltiples chanchullos que el gran patrón de la casa perpetró durante años.

Los juzgadores fallan que Sousa incurrió en estafa y en falseamiento de las cuentas y de la información económica de la compañía.

Además, la Audiencia propina correctivos a la misma Pescanova, a la firma de auditoría BDO y al representante de esta última Santiago Sañé Figueras, a quien impone tres años y medio a la sombra.

No es frecuente que el máximo preboste de una gran empresa pueda acabar con sus huesos entre rejas. Menos habitual es aún que las penas de privación de libertad se hagan extensivas al censor de cuentas que revisó los balances y estampó en ellos la manida declaración liberatoria de que “expresan la imagen fiel del patrimonio y de la situación financiera de la sociedad”.

Salvo error u omisión, se trata de la primera ocasión en que un auditor en España es condenado a la trena por irregularidades en el desempeño de su trabajo profesional.

Semejante escarmiento constituye un poderoso aldabonazo sobre el gremio entero y un claro aviso a sus ilustres miembros de que se ha levantado la veda.

Por lo demás, todos los convictos, incluida BDO, habrán de satisfacer de forma conjunta y solidaria multas de hasta 59 millones en concepto de responsabilidad civil.

La sentencia sobreviene siete años después de la quiebra de Pescanova. Este gigante mundial de los pescados congelados llegó a contar con 80 plantas de acuicultura y realizaba actuaciones en 25 países. El preámbulo de su descomunal descalabro arranca en 2008, a raíz de la crisis económica general que arrasó el país.

Pescanova sufría en ese momento serias tensiones de tesorería. Manuel Fernández, en vez de reconocer y afrontar los problemas, se lanzó a una frenética huida hacia adelante.

En su alocada carrera urdió unos mecanismos internos enderezados a ocultar las pérdidas y aparentar solvencia. Gracias a ello, logró que los grifos de la banca siguieran abiertos de par en par y que el crédito le continuase fluyendo a raudales.

Para esconder el agujero empleó artimañas propias de la mafia internacional. De entrada, constituyó un centenar de sociedades pantalla e instrumentales, desparramadas por medio mundo. Las utilizó a discreción para simular compraventas ficticias por valor de mil millones de euros, mediante la emisión de facturas y otros documentos de giro falsos de la cruz a la raya.

Semejante montaje le permitió presentar ante la CNMV y otros organismos reguladores, así como ante la banca, una robustez de la que carecía. En paralelo obtuvo fondos frescos, gracias al lanzamiento de una emisión de bonos convertibles de 160 millones y un desdoble de capital de 125 millones.

La trama de Sousa perduró cuatro años. En abril de 2013 el castillo de naipes se vino abajo. Desembocó en un fallido de 3.300 millones, el doble de lo que figuraba en la contabilidad oficial. Su desastroso corolario son varios millares de accionistas arruinados.

Casi doce años después del despegue de los episodios descritos, la Audiencia Nacional ha propinado varapalos mayúsculos tanto al autor del enorme desfalco como al auditor que dio su visto bueno y su bendición a los estados contables del conglomerado.

El largo proceso no ha concluido ni mucho menos, porque la sentencia no es firme. Ya se anuncia la interposición de recursos ante el Supremo. Los últimos capítulos del serial Pescanova están por escribirse.