La economía mundial aún no se ha recuperado del todo, pero se han alcanzado ya los niveles de contaminación prepandemia y se superarán en 2022. El informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), dado a conocer el pasado 9 de agosto, es extremadamente alarmante, “preocupó” lo que duró en portada de los medios.  En Cataluña duró menos que la marcha de Leo Messi del Barça. Y el interés en la calle por la Cumbre del Clima (COP26), que se celebra en Glasgow, durará lo que dure la curiosidad por la “alfombra roja” de los participantes.

Es imposible pedir que el demoledor informe sea de conocimiento público generalizado, pero al menos todos los responsables políticos, desde el concejal de un pequeño municipio hasta las más altas autoridades, y los formadores de opinión, empezando por el cuerpo de periodistas, deberían sentirse obligados a conocer lo esencial del contenido.

El título de este artículo apunta una falsa disyuntiva, pues probablemente algo cambiará el mundo, pero será insuficiente, y algo se ralentizará el cambio climático, pero será muy insuficiente.

El aumento de la temperatura media planetaria de 1,5 grados a largo plazo, que el Acuerdo de París de 2015 contempla como inevitable, pero aún “sostenible”, quedará ya superado antes de 20 años. Actualmente el aumento se sitúa ya en 1,1 grados. Si los peores pronósticos se cumplieran, la temperatura media podría rozar –igual exceder— los cuatro grados en 2100. En esas condiciones climáticas la vida en la Tierra cambiaría drástica y dramáticamente para todas las especies, la humana, cuyas acciones están siendo la causa fundamental del aumento, incluida.

No deberíamos sorprendernos de esa probabilidad. Desde el informe de 1972 al Club de Roma sobre Los límites del crecimiento, del que se vendieron más de 12 millones de ejemplares, el mundo estaba avisado de las consecuencias de un desarrollo irracional, depredador de recursos y altamente contaminante de la atmosfera, los océanos y la tierra. Incluso esa información figuraba en los manuales escolares –la vi en los de mis hijos—, pero hicimos poco caso y casi nada. Habrá sido necesario el shock de la evidencia vía catástrofes climáticas extremas y frecuentes para que empezáramos a inquietarnos algo, aunque todavía hay multitudes de indiferentes y de combativos negacionistas.

Si 1,5 grados de aumento es ya un objetivo inalcanzable –insistir en el techo del 1,5, como han hecho los mandatarios del G-20, se parece mucho a un engaño malicioso—, deberemos luchar a la desesperada para que el aumento no sea de cuatro grados o más. Habrá que oponer al pesimismo de la inteligencia el optimismo de la voluntad, porque los cambios imprescindibles son tan enormes –no se trata solo de dejar de quemar combustibles fósiles— que no se puede evitar el pesimismo.

Apuntaré un par de ellos. Ya somos más de 7.500 millones de habitantes, si el crecimiento poblacional continúa hasta los 11.000 millones o más en 2100, como aparece en algunas proyecciones demográficas, se hará insostenible alimentariamente y también por el espacio urbanizado necesario, los servicios de todo orden requeridos y lo que el biólogo y ecólogo Ramón Folch Guillèn considera la contaminación humana directa, actualmente unos ocho millones de toneladas de CO2 emitidas al día. En 2100, los 11.000 millones emitirían unos 4.300 millones de toneladas al año.

Contener el crecimiento de la población planteará tremendos problemas éticos, políticos, religiosos; además, será un empeño imposible sin la emancipación de la mujer hasta el último rincón del mundo, algo muy lejano para culturas de la órbita musulmana o de tradiciones indigenistas, emancipación aún pendiente o mejorable en otras latitudes culturales.  

Se pretende que se puede crecer económicamente (y consumir) de otra manera, con menos despilfarro y más justicia distributiva –cierto—, pero esa otra manera será también insuficiente. De una forma u otra habrá que decrecer y reequilibrar el reparto del crecimiento a escala global. Eso quiere decir que Occidente deberá reducir su crecimiento y ceder porciones de su abundancia, por otra parte, mal repartida en los propios países occidentales. Las resistencias a un intento de aplicar semejante revisión serán reaccionarias, violentas, brutales.

El cambio climático es un problema de Humanidad de tal magnitud que convierte todo lo demás en minucia, incluida la nación y las zarandajas sobre la independencia que se escuchan en nuestros pagos. Pero también deberíamos considerar una minucia las dificultades para afrontar dicho problema. Si la conciencia de las dificultades paraliza la voluntad, estaremos definitivamente perdidos.

Una cuestión clave es si los gobiernos de las democracias podrán conseguir de sus sociedades la aceptación de los cambios imprescindibles o estos tendrán que imponerse desde un ecoautoritarismo. Tampoco se avanzará sin alguna forma de gobernanza internacional de los cambios, algo que competiría organizar a las (debilitadas) Naciones Unidas.

En el COP26 de Glasgow no habrá avances significativos. Todavía priman largamente los intereses nacionales y de las multinacionales sobre el interés de Humanidad. Falta aún mucha catástrofe, muchos muertos, mucho miedo y mucha presión social para que los gobiernos empiecen a negociar en serio. Y cuando eso acontezca, puede que ya sea demasiado tarde. Toca pues “apretar”, “apretar”, aquí sí.