Pablo Casado dijo que ha prometido a sus hijos comprarles un perro si gana el concurso en el que participa estos días y se ha montado un pollo. No por el hecho de comparar la refriega electoral con un concurso. Habría sido peor tildar de gallinero la campaña. Le cayó la del pulpo, porque hay que decir “adoptar” en lugar de “comprar”, según pudo leerse en las redes sociales. Para colmo, lo dijo en El hormiguero, para completar un mini zoo. Después de todo, era un buen argumento para explicar a unos niños la ausencia paterna de casa y la presencia en la tele.

Vivimos tiempos en que el asunto más baladí se convierte en cuestión crucial. También pudo decirles que fue de vacaciones a Cataluña, lugar más citado en el concurso. O a buscar canarios que, por amarillos, puedan tener un punto indepe. Sería más difícil de creer, hasta por unos niños. Mucho más complicado resultaría explicarles que estamos en periodo electoral. Llevamos tanto tiempo así que no sabemos ni cuánto. La normalidad son ya las vísperas electorales, nos inundan las encuestas y todos declaran la guerra a la abstención. Solo queda una semana para saber si seguimos igual, parecido o con perro.

Con los niños empieza a pasarme como con los gorriones: veo muy pocos jugueteando por las calles de las ciudades. La calle es un espacio transversal de aprendizaje, vida social y escuela de democracia en la que prevalece el juego en equipo y sus reglas, la actividad colectiva, lugar donde se aprende a respetar al ganador y el liderazgo, a descubrir lo común y la diferencia. Pero la calle se ha convertido en un espacio de riesgo en donde el peor tráfico parece ser el de las ideas.

Hete aquí que apenas unos adolescentes han asaltado las calles de Barcelona al grito, entre otros, de “¡Las calles serán siempre nuestras!” o “¡Volveremos a las calles, campo de batalla de los movimientos populares!”. En las universidades catalanas se ha declarado una huelga indefinida: ni clases ni evaluaciones. ¡Viva la Pepa! Como si quisiera emularse Mayo del 68, se proclama que “¡Los estudiantes tumbamos el régimen!”. Con una sustancial diferencia: aquí los trabajadores no toman la calle. Y, en cuanto al régimen, se supone que se alude al Estado. Se anuncia “¡Acampamos para vencer!”, y acto seguido se asientan en Plaza Universitat y se corta la Gran Vía, arteria fundamental para la movilidad en la ciudad, sin que ayuntamiento ni Generalitat muevan un dedo para resolver el desbarajuste que se forma cotidianamente. Algunos ciudadanos les llevan provisiones para soportar la acampada. Y ellos piden, bajo un cartel de “¿Qué necesitamos?”, desde descuentos en las farmacias de alrededor hasta ceniceros, pasando por condones. Cual si volviésemos a aquello de “¡A follar, a follar, que el mundo se va a acabar!”. Hemos pasado del botellón al cóctel molotov.

Inevitablemente, me vienen a la memoria los sucesos de Vitoria de marzo de 1976, meses después de la muerte de Franco, donde murieron cinco personas y resultaron heridas más de una cincuentena. Poco después, Manuel Fraga, entonces Ministro de la Gobernación, declaró: “¡La calle es mía!”. Pues bien: la calle es de todos, escenario de una realidad plural, espacio de diálogo y diversidad. Miquel Roca decía recientemente que “en Cataluña hay gente que piensa diferente; que tiene versiones enfrentadas sobre todo lo que está pasando (…) el diálogo ha de empezar en casa, entre los que llenan las calles con visiones y planteamientos diferentes”. No piensa lo mismo el ¿presidente? Quim Torra: “Lo que tenemos en Cataluña no es un problema entre catalanes, sino un problema político con el Estado”. En términos similares se expresa su vicepresidente, Pere Aragonés, negando también la existencia de conflicto alguno entre catalanes.

En efecto, estamos en campaña electoral. Y una imagen vale más que mil palabras. Elisenda Paluzie, presidenta de una ANC que nunca concurrió a las elecciones, aludía a los incidentes de las pasadas semanas asegurando que “permiten estar en la prensa internacional de manera continuada”. En el fondo, y sin ambages, “se trata de debilitar los pilares del poder del Estado en Cataluña”. “¡Más madera, que es la guerra!” clamaba Groucho en Los hermanos Marx en el Oeste. Podría darse la vuelta a la frase de Carl von Clausewitz y afirmar que la política es la continuación de la guerra por otros medios. El problema es que, como escribía ayer Manuel Campo Vidal, “la batalla hoy no es con armas convencionales, ni con técnicas clásicas. Es digital”.

Cuesta creer que, a estas alturas, los servicios de inteligencia del Estado no hayan identificado --salvo que lo digan a mediados de esta semana-- quién mueve los hilos de ese clandestino Tsunami Democràtic que, según algunas informaciones, planea realizar el 9N actividades culturales, políticas y festivas, acciones tras las que se pretendería “inutilizar los colegios de manera pacífica”. De momento, prevalece el valor de la imagen y el ruido mediático, frente a cualquier atisbo de sentido común.

En estas andamos cuando el Rey llega a Barcelona para entregar los premios de la Fundación Princesa de Girona que ERC y JxCat han tratado de impedir recurriendo en vano a la Junta Electoral. Ya resulta bastante llamativo que el acto no pueda celebrarse en la capital gerundense, porque hace dos años el pleno del ayuntamiento aprobó declarar al Rey persona non grata en la ciudad. Resulta inimaginable pensar que un Jefe de Estado europeo no pueda acudir a cualquier ciudad de su país. Confiemos en que las dos jornadas de estancia del monarca en Barcelona acaben sin algaradas.