La palabra Waterloo tiene algo de polisémica. Sugiere batallas perdidas, derrotas y el principio del fin de una idea imperial. Transporta a un Brabante Valón de noches húmedas y frías, de cielos grises y paisajes melancólicos. También, hay que admitirlo, a aquella famosa canción de ABBA que llevaba el nombre de este enclave cercano a Bruselas.

Es probable que para algunos irredentos la palabra tenga virtudes taumatúrgicas. En televisión les han dicho que en ese municipio reside Carles Puigdemont, el hombre que presume de poseer el grial de las esencias del primero de octubre. El huido que, flanqueado por una corte de aduladores mal avenidos, mueve con mano trémula un dron autodenominado Consell de la República, para intervenir a su antojo en la política catalana. Pero las cosas ya no salen como desean el fugado y el chambelán Toni Comín.

Los soldados de Junts pelean desnortados, sus lugartenientes se contradicen y yerran en exceso cada vez que hay que tomar decisiones importantes. Cuentan en los mentideros de Palau que a la consellera de Justicia, Lourdes Ciuró, le van a aplicar un correctivo sin aguardar a la celebración del congreso.

Esta última semana tuvo lugar en el Parlamento catalán el milagro de los panes y los peces. Ante la mirada incrédula de periodistas y analistas de todos los colores, una propuesta para modificar la ley de política lingüística obtenía el respaldo del 80% de los diputados de la cámara. Pero --¡oh, cochina política!-- el hombre que mora en el chalet de Waterloo no podía permitir que una iniciativa de ese calibre sosegara a la sociedad catalana. La corte juntera sita en tierra belga reaccionó de inmediato demostrando que le interesa avivar conflictos para sobrevivir, para no caer del pedestal.

A los cortesanos le trae sin cuidado el bienestar del país, lo importante es mantener el statu quo a la espera de tiempos mejores. Tanto es así que activaron sus terminales en las redes sociales para torpedear la iniciativa pactada. Ya saben ustedes que el tema de la lengua es campo abonado para la demagogia. A través de Twitter, refiriéndose al pacto, Carles Puigdemont reclamó “no abrir más rendijas que debiliten el catalán en la escuela”. Quim Torra, el presidente más nefasto que ha tenido la Generalitat, escribió: “No en mi nombre”. Deprimente.

Digámoslo claro: desde Waterloo se proyecta sobre la atmósfera política catalana una calima asfixiante que tiene como objetivo reventar el diálogo con el Gobierno de Pedro Sánchez, laminar a Pere Aragonès y sojuzgar a los republicanos. El obstruccionismo de Puigdemont es un indicador de su debilidad, sus recomendaciones un intento de flotar en el magma. Por mucho que Laura Borràs y Albert Batet se empeñen en mantener en la memoria colectiva del independentismo el liderazgo de Puigdemont, la influencia de este se desvanece. De ahí algunos radicalismos en Junts poco meditados, de ahí un verbalismo  cercano a la CUP.

Cuenta un viejo bolero que la distancia es el olvido. Antonio Orozco también canta una canción que insiste en ello. Los cortesanos de Waterloo, en lugar de proyectar calima sobre la política catalana, harían bien en repasar la historia. Por ejemplo, y sin ir más lejos, aquellos pasajes de los años 70 que significaron para el PSOE el fin del mandato exterior de Rodolfo Llopis y la consagración de Felipe González y Alfonso Guerra en el socialismo español.

Con la distancia y el paso del tiempo, el ausente pierde la percepción cotidiana del país, la memoria se erosiona y los reflejos se ablandan. Así, en política, la distancia provoca un desfase, una falta de sintonía entre los líderes lejanos y los que están al pie del cañón. Puigdemont debería reflexionar. La calima que proyecta Waterloo no es buena para nadie, también castiga los pulmones de Junts.