Existe una tendencia arraigada de criticar a aquellos políticos que están encargados de administrar ciertas parcelas de las que no son especialistas. Hay gente a la que no le resulta fácil admitir que un ministro de sanidad no sea al menos médico, o que un ministerio de Justicia esté administrado por alguien que no este relacionado con la judicatura en sus distintas variables. De hecho, los nombramientos de ministros han evolucionado en determinadas parcelas hacia lo que ha sido denominado dominio de los tecnócratas, sobre todo en aquellos ministerios donde el titular procedía del mismo ramo por considerar necesario saber de los asuntos a tratar. Y así, en Justicia generalmente, los nombramientos se vinculan a un responsable que forme parte de la judicatura o sea doctor, licenciado, notario, abogado de un bufete, o catedrático de Derecho, aunque ha habido casos donde el papel político ha predominado, como con Pío Cabanillas o Enrique Mújica.

En cambio, otras parcelas oscilan más y no necesariamente tienen una relación profesional con la procedencia del ministro responsable. En Interior es donde el carácter político depende más de las ideas del partido sobre el orden público que de la profesión del titular, y así hemos visto como en los gobiernos del PP o del PSOE su adscripción está muy conectada con su relación con el presidente del gobierno. Fue el caso del sindicalista de la UGT José Luis Corcuera que, en la confrontación entre la UGT y los dirigentes PSOE, en la segunda mitad de los 80, optó por las tesis de Felipe González; el de Antonio Asunción, sin una formación específica; o de un ingeniero, Fernández Díaz, que lo fue con Mariano Rajoy. En otros casos la responsabilidad ha recaído en jueces como Alberto Belloch, o recientemente Fernando Grande-Marlaska. En Defensa la tradición del franquismo era que recayese en un militar de alta graduación, mientras que a partir de 1978 lo ocuparon políticos no necesariamente relacionados con las fuerzas Armadas. Ha ocurrido algo parecido en Obras Públicas o Fomento, mientras que en Educación y Universidades la relación con los cuerpos docentes ha sido más estrecha. En Cultura se ha oscilado entre un representante destacado de las letras, como fue Jorge Semprún, cineastas, escritores, periodistas o militantes políticos. En Economía suele nombrarse a un especialista en la materia, al igual que en Trabajo o en Agricultura, pero con mayor flexibilidad.

Otra cuestión es la de los subsecretarios, secretarios o directores generales que, mayoritariamente, están o estaban relacionados con las responsabilidades que ostentan, o forman parte de los cuerpos superiores de la Administración del Estado, salvo en aquellos ministerios con más carga política y menos técnica como, p.e. el Ministerio de Igualdad que dirige Irene Montero. En cambio, los asesores suelen tener un perfil más político, vinculados a la ideología del partido, y bajo el supuesto de que ostentan alguna competencia en aspectos del ministerio en cuestión, orientan sus consejos en relación con las ideas políticas. Los currículos de los políticos han ido transformándose a lo largo del siglo XX y continúa en la misma deriva en el siglo XXI. De tener una importancia relativa la formación y más la vinculación con una organización o con un sistema de elites sociales como el de la Restauración (1876-1923) se ha pasado a evaluar con mayor énfasis la trayectoria académica.

No hay en este momento en el Gobierno de España y en la mayoría de las Autonomías ningún ministro, conseller o consejero que no sea licenciado, y si puede acreditar másteres o estudios en el extranjero, mejor. El grado de doctor aparece como un valor añadido, y los medios y la oposición indagan, en ocasiones, la calidad de sus títulos, su veracidad o no. De tal guisa que, a veces, los currículos de los ministrables parecen un concurso de méritos para competir por una plaza universitaria. Sin embargo, el tema queda circunscrito a las élites sociales, una mayoría recaba menos en las aptitudes profesionales o los méritos académicos adquiridos. Y es que un título, un doctorado, una buena trayectoria profesional no garantiza una gestión eficaz en un ministerio o parcela de la administración del Estado, aunque puede ser un buen complemento de partida.

Está extendida la opinión de que los políticos, sean quienes sean, están alejados de los problemas de los ciudadanos o no los resuelven con eficacia. Se tiene la impresión de estar más preocupados por ellos mismos y su estatus que por las soluciones sociales. La política aparece como algo degradado, no solo en España sino en otros países, donde se mezcla el escepticismo y la desconfianza del presente y la nostalgia de que en tiempos pasados los representantes elegidos tenían un nivel mayor que los actuales, sin que se especifiquen los términos de la comparación. Y esa impresión provoca alternativas al sistema, ampliando los polos opuestos, a derecha e izquierda, generando incertidumbres y desestabilización de las instituciones. Las experiencias históricas todavía influyen sobre la no existencia de un método mejor que las elecciones para designar a los representantes políticos, a pesar de los déficits del sistema democrático para los cuales no se perciben soluciones fáciles. No queda otra que convivir con las contradicciones y aceptar la aleatoriedad de los elegidos para gobernar. Las circunstancias económicas y sociales, la personalidad del político, la habilidad del márquetin desarrollado por él y el partido, los “cisnes negros” que puedan presentarse o la capacidad de la oposición interna o externa condicionaran su trayectoria. Y encima en España la coherencia territorial se suma a las variables.