Hay personas que desde muy pequeñas tienen claro qué quieren ser de mayores. “Yo quiero ser médico”, “yo quiero ser policía”, “yo quiero ser periodista”. ¿Periodista, en serio? “Sí, lo tuve muy claro mientras miraba el telenoticias con mis padres después de comer, hablaban de la caída del muro de Berlín…”.

Qué suerte tienen, he pensado siempre. A mí me llevó tiempo averiguarlo y aún hoy, cumplidos los cuarenta años, tengo dudas. He querido ser empresaria, trabajar en la ONU, directora del Museo del Louvre y hasta ministra de Cultura. No fue hasta que me despidieron de una galería de arte (“vemos que se te da bien eso de hablar con los pintores y escribir los catálogos, pero lo de vender cuadros no te gusta mucho, ¿verdad?”) cuando de pronto vi la luz. Quería ser periodista, como mi pareja de entonces. Hacía tiempo que lo observaba  trabajar en casa, en pijama, escribiendo reportajes y entrevistas –contando historias, vaya–  y me moría de la envidia. Así que lo probé, y me salió bien. Nos fuimos juntos a Pekín y me convertí en corresponsal. El problema llegó cuando rompimos. Me vi sola en China y me entró un ataque de pánico: ¿quería ser periodista de verdad o había sido solo un capricho? ¿Quién iba a corregir y editar mis textos a partir de ahora? Hoy miro atrás y me siento un poco orgullosa de haber logrado superar mi primera gran crisis emocional y profesional. Y me acuerdo de que hubo algo muy concreto que me ayudó: apuntarme a yoga.

No se hagan una idea equivocada de mí. No soy una yogui, ni mucho menos una persona con un cuerpo elástico y flexible, capaz de doblarse en tres y meterse en una maleta. Más bien lo contrario. Pero a las profes de mi centro de yoga de Sanlitun, entonces el barrio más moderno de Pekín, les daba igual si conseguía hacer el spagat o aguantarme haciendo el pino. La cuestión era imitar sus movimientos y respiraciones y aguantar el final de la clase sin caerse de bruces. Porque la postura final, Savasana, era la mejor de todas: tumbarse bocarriba y cubrirse con una manta durante unos minutos. Salía de allí como flotando, con la cabeza en “modo avión”, y de pronto me daba igual si mis reportajes gustarían al nuevo redactor-jefe o si mi ex se habría liado con otra.

“Seguramente practicabas yin yoga”, me aclaró hace poco un profesor de mi actual centro de yoga en Barcelona (llamémosle Alex). El yin yoga es una modalidad moderna, creada en los 70 en EEUU, que incorpora conceptos taoístas como el yin y el yang y otros principios de la medicina tradicional china. A diferencia del hatha o el vinyasa, los estilos más populares aquí, el yin yoga es más lento: las posturas se mantienen durante más tiempo y la práctica tiene un enfoque más meditativo. La explicación de Alex encajaba con el estilo de las clases en Yoga Yard, mi antigua escuela pekinesa, que todavía hoy existe. Leo en su web que fue fundada en 2002 por dos californianas amantes del yoga con intención de abrir el primer centro moderno de yoga y mindfulness de Pekín (antes de que llegaran ellas, en Pekín el yoga solo se practicaba en gimnasios y centros deportivos).

En España, igual que en China, tanto el yoga como el pilates han tenido un boom espectacular en los últimos diez años. Un informe elaborado por la Universidad de Sevilla en 2018 citado por el diario Cinco Días confirmaba que en España hay 5,2 millones de personas abonadas a un club de gimnasio, y se estima que 1,1 millones de estas practican yoga o pilates. El mismo informe apunta que el 22,7% de estos usuarios practica actividades de cuerpo-mente.

Después de casi diez años sin practicar yoga, he decido retomar la práctica. Mis condiciones físicas son incluso más deplorables que antes –en cada clase constato que mis piernas son como de madera y pienso que voy a romperme en dos en alguna postura–, pero, como dice Alex, da igual, porque “tú, Andrea, el yoga lo respiras”. Tengo la sensación de que se reía un poco de mí, pero es cierto que yo hago bien eso de aguantar toda la clase respirando solo por la nariz (una de las claves del yoga). Alex también me aseguró que no soy la peor de sus clases, pero que no me preocupara por eso, “porque en yoga no hay niveles”. No hay niveles, pero la frustración está ahí mismo, delante de mis narices, cuando veo a Alex, a sus 57 años, haciendo posturas imposibles y con un cuerpo más en forma que cualquiera de mi edad. “Era el típico deportista, corría, jugaba al fútbol… se me dan bien los deportes, así que también decidí probar el yoga”, me dijo, lamentando no poder contarme algo más místico sobre cómo empezó su afición al yoga. No fue debido a ninguna enfermedad, ninguna crisis existencial, ninguna ruptura amorosa. Él por las mañanas sigue teniendo su trabajo habitual y no ha cambiado su nombre a “rayo verde del amanecer”. Me tranquilizó.

Hubo una etapa de mi vida en que le cogí manía al yoga y a los yoguis. Quizás porque el yoga me robó a una amiga. Ocurrió de forma paulatina. Ella había dejado su trabajo para convertirse en profe de yoga y hacía tiempo que no nos veíamos. Un buen día quedamos, le conté que había roto con mi pareja después de siete años, y me respondió, tan pancha: “Si tú estás bien, todo irá bien”. No supo entender que lo único que necesitaba era que me llevara a tomar unas birras y a reírnos un rato.  

Con el tiempo, la he perdonado. A ella, y al yoga. Porque he visto que los profes de yoga tienen eso de soltar frases raras como “y ahora camina con tus glúteos hasta el final de la esterilla”, “y ahora separa los hombros de las orejas” –y solo es cuestión de saber interpretarlos–. Mi favorita es esta: “Y ahora siente que tu corazón quiere estar por delante de tus pies”. Mientras la escuchaba, intentando no partirme la crisma, pensé que era una bonita forma de decir que tienes ganas de enamorarte.