Los mangas verdes eran cuadrilleros de la Santa Hermandad, la primera policía de la que se tiene noticia en occidente, creada en el siglo XV por los Reyes Católicos. Uniformados con coleto de piel hasta la cintura del que surgían unas mangas de ese llamativo color, tenían adjudicado el encargo de detener a los malhechores; pero solían llegar tarde al lugar del crimen, de tal manera que los ladrones disponían de tiempo suficiente para darse a la fuga. Por eso, el pueblo, como chanza por su lentitud, acostumbraba a exclamar “¡a buenas horas mangas verdes!” cuando los veían llegar, expresión que aún hoy se utiliza cuando sucede algo que ya no sirve para nada.

A pesar de que la primera edila --esta vez sí cabe emplear el género femenino-- del consistorio barcelonés acostumbra a vestir muy discretamente y huye de colores extravagantes, bien podría estos días de campaña hacer una excepción y cubrir sus brazos con el paño verde de aquellos brigadistas, porque ya nada de cuanto promete hacer podrá reparar el triste balance de su gestión. Cuatro años de incumplimientos y retrasos, solo en materia de seguridad y vivienda social, podrían ser descrédito suficiente para que los electores le negasen una segunda oportunidad; pero ella, inasequible al desaliento, defiende haber alcanzado logros importantes y propone continuar con sus recetas. Si la ciudad de Barcelona, bajo su mandato, se ha convertido, según fuentes del Ministerio del Interior, en la ciudad más insegura de España, lo que no resulta extraño si se atiende a la nula motivación y los escasos recursos de los que ha dotado a su colectivo policial, eso se debe, según ella asegura, a no haber logrado un apoyo suficiente de la policía autonómica. Si de las 8.000 viviendas sociales a las que se comprometió ha materializado escasamente 800, las quejas se las endosa a los promotores inmobiliarios, a quienes acusa de carecer de la mínima sensibilidad y, en una demencial huida hacia delante, pretende aumentarles el coeficiente de vivienda social hasta el 50%. Es decir, ni un gramo de autocrítica; ni siquiera cuando alguno de sus colaboradores más próximos ha decidido abandonar el barco por no ser capaz de entender el rumbo que la alcaldesa imprime al consistorio.

En su obsesivo afán por la apariencia, la señora Colau no se adorna con claveles la mantilla, porque eso resulta muy madrileño y le parecería feo a su parroquia, pero se pone más estupenda que Max Estrella y se produce con desparpajo cuando se jacta, incluso, de lo que no ha sido capaz de conseguir. Ada quiere empatizar con todos: dice no abrazar la causa secesionista, pero colgó del balcón de la alcaldía el lazo amarillo; se desmarcó del referéndum independentista, pero alcanzó un pacto nunca revelado con Puigdemont, al que cedió equipamientos municipales para la consulta; se abstuvo de asistir “por convicción laica” a la misa de la Mercè, pero se fotografió complacida junto al Papa Francisco en cuanto tuvo la oportunidad de hacerlo. Le encanta ser la novia en la boda, el niño en el bautizo y el muerto en el entierro; se la ve feliz de haberse conocido. Atrás quedan aquellos días en defensa de los afectados por las hipotecas, cuando en el último ejercicio se han registrado en Barcelona casi 3.000 desahucios. Se conoce que la barra libre a los manteros, la fobia al turismo, y las excursiones con las que pretende proyectarse a nuevos destinos, le reportan mayores réditos. Entretanto, la ciudad se duele de tanto desacierto y asiste perpleja a la exposición del pensamiento de su alcaldesa, reflejado hace poco en su perfil de Twitter, cuando aseguraba que “Barcelona no es insegura, tiene un problema específico de seguridad”, algo así como perder un imperdible.

Barcelona no debe seguir padeciendo las consecuencias de tanto despropósito, a pesar de que ella afirme estar en condiciones de resolver los problemas que de verdad preocupan a la gente. ¡A buenas horas, mangas verdes!