Cuando la relación entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias o entre el PSOE y Unidas Podemos (UP) había llegado al punto de fractura y la investidura se antojaba muy difícil para que fuera posible un Gobierno de coalición de izquierdas por primera vez desde la Segunda República, la situación dio un vuelco que despeja las brumas y acerca el pacto, aunque quedan aún muchas cuestiones por resolver porque la verdadera negociación se ha iniciado este fin de semana, a solo dos días del inicio del debate, mañana, lunes.

El viernes, las posiciones comenzaron a relajarse. Después del órdago lanzado el jueves por Pedro Sánchez excluyendo a Pablo Iglesias del Gobierno, con un lenguaje tan claro como inhabitual en política, la número dos de UP, Irene Montero, insinuó que admitía el veto al tiempo que la número dos del PSOE, Adriana Lastra, correspondía aceptando a su vez la posibilidad de que la propia Montero pudiera formar parte del Ejecutivo. Pero fue sobre todo la renuncia de Iglesias a formar parte del Gobierno lo que despejó el camino. En un movimiento inesperado, que sorprendió al PSOE, el líder de UP se excluyó, aunque reivindicando que los ministros de Podemos los debe designar Podemos y debe haber un número proporcional a los votos obtenidos el 28-A. Estas dos condiciones serán ahora el centro de la negociación porque Sánchez no acepta que le designen a sus ministros. Además, el PSOE quiere antes negociar el programa del futuro Gobierno.

Las dos partes son responsables del enorme desencuentro al que se habían visto abocadas. A Sánchez le costó Dios y ayuda admitir que con 123 diputados de una mayoría absoluta de 176 el Gobierno de coalición era una fórmula política impecable y no se podía descartar en absoluto. El presidente del Gobierno en funciones fue evolucionando en sus ofertas, desde la admisión primera de ministros independientes cercanos a Podemos, la aceptación después de ministros de UP sin relevancia política y la integración final de ministros de Podemos sin Iglesias. En una palabra, desde el invento del “Gobierno de cooperación” al Gobierno de coalición.

Iglesias, mientras tanto, puso siempre en primer plano los nombres y los cargos antes que los contenidos programáticos, como ya hizo en el 2015 en aquella esperpéntica conferencia de prensa en la que reclamó desde la vicepresidencia hasta la supervisión del CNI sin informar a Sánchez, que estaba en ese momento siendo recibido por el Rey. Ahora ha repetido la jugada, pero con 30 diputados menos. Tiene sentido que Podemos pida un Gobierno de coalición, pero no que exija la vicepresidencia con un tercio de escaños de los que tiene el PSOE.

Iglesias organizó no una consulta, sino un plebiscito, sobre las negociaciones, en plena disputa, sin que hubiera acuerdo alguno que ratificar o rechazar, que es lo habitual. El 70% de los inscritos de Podemos que votaron se manifestó a favor del Gobierno de coalición, como no podía ser de otra manera. El líder de UP, además, siguió utilizando Twitter para expresar unas posiciones que para nada encajaban en un Gobierno de coalición, como sus acusaciones sobre el sometimiento del PSOE al Ibex-35 o sus descalificaciones de la prensa y el poder a propósito de las relaciones del CNI con el imán de Ripoll Abdelbaki es Satty, inductor de los atentados de agosto del 2017 en Barcelona y Cambrils.

La guinda de esta estrategia de presión ha sido el boicot a la investidura de la candidata del PSOE en La Rioja, Concha Andreu, por la única diputada de UP, Raquel Romero, que exigía tres consejerías a cambio de su voto. Aunque Iglesias se ha desmarcado públicamente de la actuación de Romero, no es creíble que la diputada riojana, que fue designada a dedo por Iglesias para encabezar la lista electoral, haya actuado por libre.

El problema de fondo es la gran desconfianza que existe entre Sánchez e Iglesias, entre el PSOE y Podemos. UP, después de unos meses de aparente moderación, no puede desprenderse de la pulsión anguitista, de Julio Anguita, con quien Iglesias se abrazó no hace tanto. Esa es la verdadera razón de la huida de Íñigo Errejón, quien lo expresa muy bien cuando explica por qué se fue: “Para hacer Izquierda Unida, ya existía Izquierda Unida”. El desmarque de Errejón se inicia, en efecto, con su oposición al pacto de Podemos con la formación de Alberto Garzón, que, en vez de sumar, le costó al partido de Iglesias un millón de votos en las elecciones de junio del 2016.

Mientras fracasa la investidura de La Rioja y no está amarrada la de Pedro Sánchez, las tres derechas (PP, Ciudadanos y Vox) superan los problemas para pactar. Lo hicieron en Andalucía y en el Ayuntamiento de Madrid, lo acaban de hacer en Murcia y probablemente lo harán en la Comunidad madrileña. Por el contrario, la izquierda ha sido hasta ahora incapaz de llegar a acuerdos. Si al final hay pacto, servirá para desmentir a quien dijo que la unidad de la izquierda solo era posible en la cárcel o en el exilio.