El 23 de junio de 2016, los ciudadanos del Reino Unido votaron a favor de la salida de su país de la Unión Europea (UE). En terminología periodística, dijeron  al Brexit. En los siguientes meses, un gran número de personas en Europa tenía la expectativa de que el Parlamento o el Tribunal Supremo la impedirían. Una esperanza que ya se ha desvanecido, pues la nueva primera ministra, Theresa May, ha fijado el próximo 29 de marzo como el día E (el del exit). En dicha fecha, empezarán las negociaciones para concretar los términos de su nueva relación con la UE.

Ésta puede ser dos tipos: privilegiada o estándar. La primera opción, conocida como Brexit blando, supondría ser parte del Espacio Económico Europeo y no estar en la UE. Es la alternativa escogida por Noruega, Islandia y Liechtenstein. La segunda posibilidad, etiquetada como Brexit duro, comportaría adquirir el mismo estatus que naciones de otros continentes, tales como Canadá, China o México. La específica relación podría ser con el conjunto de la UE, o de manera individual con los distintos países miembros, a través de la firma de convenios bilaterales.

Las repercusiones del Brexit blando sobre los países de la UE serían escasamente significativas, pues el Reino Unido seguiría aportando una suma considerable al presupuesto comunitario, aceptaría continuar bajo la jurisdicción del Tribunal de Justicia de la UE y consentiría la libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas provenientes de dicha área. Si así sucediera, el Brexit habría sido una pantomima, pues el abandono de la UE no permitiría conseguir ninguno de los principales objetivos pretendidos por sus partidarios: limitar la entrada de inmigrantes, volver a tener plena soberanía jurídica y ahorrarse la aportación anual al presupuesto de la UE.

El Brexit supondrá para España una disminución de exportaciones, turistas, compradores extranjeros de viviendas y de los beneficios que consiguen las empresas españolas en el Reino Unido

Debido a ello, la opción más plausible es un Brexit duro. También posiblemente la que desde una perspectiva política, aunque no económica, más le interese a la UE. El motivo sería dar ejemplo y evitar nuevas deserciones. Dicha alternativa conllevaría restricciones a la libre circulación y generaría repercusiones negativas directas e indirectas sobre España. Las primeras tendrían como consecuencia una mayor aportación al presupuesto de la UE (888 millones de euros, según un informe del Gobierno) y la pérdida de fondos europeos por parte de una o más regiones españolas. Las segundas vendrían determinadas por una relación menos intensa con el Reino Unido y por el empeoramiento de su situación económica.

Este último factor supondría una disminución de exportaciones, turistas, compradores extranjeros de viviendas y de los beneficios que consiguen las empresas españolas en dicho país. En 2016, el Reino Unido fue el cuarto destino de las exportaciones de bienes (con una cuota de mercado del 7,5%), el primer emisor de turistas (22,4%) y de adquirentes extranjeros de viviendas (16,4%). Además, en los últimos años, ha sido el primer o segundo destino de las inversiones españolas.

El perjuicio vendría de la depreciación de la libra, la interposición de aranceles y otras barreras al comercio, así como de restricciones al libre movimiento de personas. Con la finalidad de revitalizar una economía afectada por una disminución de exportaciones, una reducción de la inversión extranjera directa, la salida de multinacionales manufactureras y el abandono parcial o total de algunas entidades financieras, una opción muy probable sería la estimulación por parte del Banco de Inglaterra de una elevada depreciación de su moneda.

Entre el 23 de junio de 2016 y el 24 de marzo de 2017, dicha depreciación ha sido de un 11,6%. No obstante, no me extrañaría nada que, después de dos años, cuando su salida de la UE sea completa, aquella alcance el 25%. Un importe que implicaría para los británicos un elevado encarecimiento de la compra de cualquier bien, servicio o activo español.

En términos macroeconómicos, el impacto del Brexit sobre el PIB español estaría entre el 0,2% y el 0,4% (entre 2.000 y 4.000 millones de euros), según un informe del Gobierno

La industria de la automoción y la agroalimentaria, las dos con mayores cuotas de exportación a dicho país, y el sector turístico serían los más afectados. También perjudicaría a las multinacionales españolas que tienen importantes inversiones en él (Banco Santander, Iberdrola, Ferrovial, etc.), pues los beneficios obtenidos en libras tendrían un menor valor en euros. En términos macroeconómicos, el impacto sobre el PIB estaría entre el 0,2% y el 0,4% (entre 2.000 y 4.000 millones de euros), según un informe del Gobierno.

Sin duda, una repercusión modesta que probablemente se viera más que compensada por una relajación de las cifras de reducción del déficit público impuestas por Bruselas y por la realización de una política monetaria muy expansiva durante un mayor período de tiempo. El primer efecto España ya lo ha notado, pues las nuevos objetivos de déficit son bastante más asequibles que los anteriores. El segundo puede hacer que el BCE, si la incertidumbre que genera el Brexit es notable, extienda la compra de bonos públicos y privados durante todo o parte del 2018.

Por un lado, una mayor relajación del déficit público favorece la realización de menos recortes de gastos o aumentos de impuestos. Por el otro, unos tipos de interés reducidos durante un período más largo, unido a una mayor liquidez de los bancos, facilita un aumento de la renta disponible de las familias y de la capacidad de inversión de las empresas. Ambos efectos comportan un aumento del PIB.

En definitiva, el Brexit perjudica de forma visible a España. No obstante, no lo hace de forma significativa. En cambio, puede beneficiarla, e incluso más de lo que la daña, de manera relativamente invisible. Por tanto, no hay motivo para temerlo.