A principios de la década del 2000 hizo furor en toda España una fórmula de inversión que consistía en consignar una paga y señal para adquirir un piso sobre plano. Antes de que llegara la hora de la escritura, el ahorrador daba el pase y obtenía unos buenos rendimientos.

El crecimiento sostenido a dos dígitos del precio de la vivienda animaba incluso al pequeño especulador, y en muchos casos sin dar cuenta al Fisco. El boom parecía eterno.

Cuando alguien alertaba del posible final abrupto del ciclo, un coro de voces se ponía de acuerdo para acallarle. El aterrizaje sería suave, no había burbuja, el tocho jamás ha bajado de precio, etcétera. ¿Cómo podía cuestionarse una actividad que aportaba tanta riqueza, tan intensiva en mano de obra? Las reservas ante aquella bacanal solo podían provenir de los antisistema. Esas voces expertas dijeron luego que los españoles --así, generalizando-- habían vivido por encima de sus posibilidades, que habían estirado más el brazo que la manga.

Son los mismos que ahora cuelgan la etiqueta de turismofobia a cualquier crítica frente al fenómeno que amenaza con transformar --para mal-- ciudades como Barcelona y expulsar a una buena parte de sus habitantes.

El turismo es la actividad que más se ha globalizado después de la financiera, y tiene una potencia que difícilmente se puede gobernar

El turismo es la actividad que más se ha globalizado después de la financiera, y tiene una potencia que difícilmente se puede gobernar, y menos desde los ayuntamientos. Porque, al margen de que el equipo de Ada Colau dé la impresión constante de carecer de ideas más allá de intentar detener el reloj en vano, estamos ante un tsunami al que aún no hemos visto todas las caras.

Barcelona será invadida por más de 20.000 cruceristas en un solo día en 14 ocasiones este verano, lo que supone un enorme impacto de tráfico, contaminación, congestión y saturación para satisfacción de los turistas y beneficio de los operadores.

Level, la compañía de bajo coste del grupo IAG, puede transportar en estos momentos por algo más de 200 euros ida y vuelta a gente desde San Francisco hasta la capital catalana, donde el coste de la vida es mucho más bajo que en California; y no digamos el del alcohol. En adelante, no serán solo londinenses de Peckham los que nos visiten para celebrar sus despedidas de soltero por cuatro cuartos; llegarán de otros continentes.

La alcaldesa de Roma va a impedir que los turistas se detengan ante la Fontana de Trevi porque el desfile ante el mítico monumento se ha convertido en un auténtico problema de orden público.

Y no se trata de hacer el relato cenizo de los aspectos negativos del turismo, sino de prestar atención a sus consecuencias; quizá de preparar el terreno para cuando otros destinos vuelvan a ser competitivos; y de tener muy presente que, como demuestra nuestra experiencia más reciente, el mercado no se autorregula.

Cuando oímos al ministro de Energía, Turismo y Agenda Digital decir que la oferta turística española anda “muy lejos de estar agotada” y glosar el crecimiento del negocio, deberíamos echarnos a temblar.

Álvaro Nadal se entretiene contando los turistas que entran. Habla de que el año pasado nos visitaron 75,6 millones, el 10,3% más. Olvida que el gasto creciera dos puntos menos. No quiere ver que llegan más personas, hacen estancias más cortas y con menos presupuesto. Turismo intensivo, volumen por encima de todo.

Pero, ¿es que hemos aprendido nada?