Cuando solo quedan nueve días para la Diada, la undécima del procés, no hay ambiente de fervoroso independentismo, ni agitación en los medios informativos públicos ni en las redes sociales, ni tramos ni venta masiva de camisetas, ni recuento previo de asistentes, ni nada que se parezca a los años en que la movilización alcanzó cifras de centenares de miles.

Esta es una muestra más del desconcierto, la frustración y la falta de horizontes del movimiento independentista en unos momentos en que, además, la división y el enfrentamiento entre los dos partidos que ocupan el Govern son máximos.

El secretario general de Junts per Catalunya (JxCat), Jordi Turull, acaba de decir que “así no podemos seguir” y ha lanzado un ultimátum a ERC para reorientar el procés en el camino hacia la independencia, que Junts considera que sus socios de Esquerra no tienen ahora entre sus prioridades. El president Pere Aragonès ha respondido que Junts presente una hoja de ruta hacia la independencia con cuestiones concretas para que esa petición no quede, como tantas veces, en mera palabrería.

Si el ultimátum no obtiene respuesta, Junts amenaza con hacer efectiva la consulta a las bases para que se pronuncien sobre la salida o no del Govern, como se decidió en el congreso del partido. Para ello está trabajando el sector encabezado por Laura Borràs, que está visitando las agrupaciones para impulsar la consulta. En el debate de política general de septiembre, que coincide con el fin del ultimátum, habrá respuesta, pero nadie cree que Junts abandone el Govern y, aunque la fractura entre los dos partidos no deja de aumentar, la pugna se resolverá probablemente con un apaño de los de costumbre.

La división en el plano institucional tiene su correspondencia en las redes sociales, donde los ataques mutuos entre seguidores de ambos partidos son constantes. Especialmente virulentos son los ataques a ERC, para los que se aprovecha cualquier tema, desde la mesa de diálogo hasta la suspensión de Borràs como presidenta del Parlament, pasando por cuestiones en principio tan ajenas como la inesperada muerte del director teatral Joan Ollé.

Pero no solo ERC está en el centro de la diana del independentismo irredento. Cualquiera que ese sector considere un “traidor” a la causa es objeto de los dardos envenenados, aunque se haya pasado casi cuatro años en la cárcel. No se libran ni Oriol Junqueras ni Anna Gabriel ni Jordi Cuixart. Uno porque se ha “rendido”, la otra porque ha tomado la decisión individual de volver y presentarse en el Tribunal Supremo, y el tercero porque ha decidido irse a vivir a Suiza. A Cuixart le han llegado a calificar en Twitter de "pocavergonya" y de "rata de cloaca". Tal cual.

Todo este odio que bulle en las redes sociales es directamente proporcional a la frustración de quienes se creyeron las mentiras del procés o se dejaron engañar por los dirigentes de los partidos independentistas. Gran parte de este magma es antipolítico y por eso los objetivos de los ataques furibundos son los dirigentes de los partidos, a poco que los intolerantes decreten que les han traicionado o que se han desviado un milímetro de lo que ellos creen que debían haber hecho.

Y en medio de este malestar, se promociona en las redes la consigna “no votes”, es decir, una especie de partido abstencionista que reivindica a los 700.000 votantes independentistas que no acudieron a las urnas en las últimas elecciones autonómicas de febrero de 2021. A estos 700.000 ausentes se los intenta apropiar también Laura Borràs.

Parte de este movimiento radical y antipolítico se identifica con las posiciones populistas de Borràs, que este verano ha intentado avivar con sus excesos los rescoldos que aún quedan del apagado procés. Desde su suspensión como presidenta del Parlament, a la que respondió con un discurso antitodo, no ha dejado de protagonizar la actualidad política.

Su impugnación de la política partidaria volvió a repetirse en la Universitat Catalana d’Estiu de Prada de Conflent, donde criticó a todos los partidos, incluido el que ella preside, en una muestra insuperable de populismo, aunque su desvergüenza llegó al límite al abrazarse y confraternizar en la Rambla con los hooligans independentistas conspiranoicos que se enfrentaron a las víctimas de los atentados de agosto de 2017 en Barcelona y Cambrils. Decían reclamar la verdad de los atentados --al igual que hicieron algunos medios casi dos décadas antes tras el 11-M en Madrid--, como si la verdad judicial no fuera suficiente para desmontar las delirantes teorías que pretenden implicar al Estado en la matanza.

Más tarde, en su desfile permanente, Borràs ha pedido dinero para ayudar al mosso independentista Albert Donaire para que pueda pagar a sus abogados en su propósito de denunciar por prevaricación a la cúpula de los Mossos, que le ha abierto varios expedientes por sus barbaridades volcadas en las redes sociales contra cualquiera que no piense como él. Donaire acusa a la policía autonómica de “acoso” y “persecución política” y cuenta con el respaldo de Borràs, quizá porque ella sigue en sus trece de que sufre también una persecución política por parte de la justicia.

La guinda de Borràs ha sido aprovechar la muerte de Josep Espar Ticó, fundador de Convergència, para proclamar, contra toda evidencia y contra toda la historiografía, que la guerra civil española fue en realidad una guerra contra Cataluña. La deriva del populismo y la impostura no tiene límites.