No me gustan las banderas. Por eso, cada vez que un extranjero me pregunta con cara de curiosidad si me siento catalana o española, le respondo: “me siento europea”. Algunos me dicen que mi respuesta les parece muy esnob, otros que se identifican conmigo. Pero pocos me preguntan qué quiero decir exactamente con eso de sentirme europea. Y, la verdad, no me iría mal reflexionarlo un poco, porque creo que la identidad europea no tiene una definición concreta.

Una de las cosas que me vienen a la cabeza al pensar en la idea de Europa es la película Sonrisas y Lágrimas, una de mis favoritas cuando era niña. Estaba tan obsesionada con el film de Julie Andrews que un verano mis padres me engañaron diciendo que la cocinera austríaca del pequeño hotel de Inglaterra en el que nos alojábamos había trabajado para la família Von Trapp. Me lo creí sin dudarlo un segundo y la contemplaba alucinada mientras hacía pasteles, imaginando que de joven había logrado huir de los nazis cruzando las montañas de los Alpes. Esa imagen resumía la idea de Europa para mí: una serie de países que se unieron para velar por la paz y evitar que se cometieran atrocidades como el holocausto. Nunca entendí por qué en el colegio apenas estudiamos la Segunda Guerra Mundial, ni por qué no nos llevaron a visitar un campo de concentración. Debería ser obligatorio. Quizás así entenderíamos mejor la importancia de sentirse europeo. O quizás no.

Marianne Hirsch, académica de la Universidad de Columbia y experta en temas de memoria y género, sugiere que la UE se ha volcado mucho en fomentar la identidad europea en base a la idea de aprender del pasado  --en forma de museos, conmemoraciones, memoriales al holocausto y al fin de la Segunda Guerra Mundial-- para superar la violencia, guerras y crímenes colectivos cometidos durante el siglo XX. Sin embargo, ¿puede funcionar esta estrategia cuando las nuevas generaciones ya no tienen contacto con las generaciones que vivieron de primera mano las atrocidades, o las que fueron testimonio directo de sus vivencias (como la propia Hirsch, hija de supervivientes del holocausto)? ¿Es válido construir la memoria de Europa en base a dos acontecimientos --el holocausto y el auge de los autoritarismos-- discriminando memorias minoritarias que han surgido en las últimas dos décadas, como el colonialismo, el racismo, la islamofobia o la crisis de los refugiados?

“Hay que entender la Historia como un proceso de historias interconectadas”, dijo Hirsch en una conferencia online organizada el pasado diciembre por el Observatorio Europeo de la Memoria, (Eurom). Ella misma reconocía que se había pasado la mayor parte de su vida intentando equilibrar las memorias traumáticas de persecución y discriminación de sus padres, con la nostalgia por una Europa cosmopolita e integradora que había dejado de existir y “que quizás nunca existió”, pero que permaneció en la memoria de sus progenitores. Ahora, sin embargo, se veía obligada a añadir otra perspectiva a su identidad: la de “beneficiaria” del pasado esclavista, por ser una mujer blanca y de clase acomodada en Estados Unidos. Y en Europa, lo mismo: a los ojos de un inmigrante de origen africano, ella era beneficiaria del pasado colonialista.

Su reflexión me hizo repensar mi concepto de identidad europea basado en la idea de moverme por el continente sintiéndome como en casa y compartiendo determinados valores de paz y unidad, por encima de las banderas. No creo que funcione para un refugiado o el hijo de unos inmigrantes marroquíes o filipinos. Entonces, ¿qué significa ser europeo? Quizás sea, simplemente, tener la libertad de elegir la identidad que cada uno desee.