Una de las tradiciones más propias de la burguesía barcelonesa es trasladarse, en el mes de agosto, de la zona alta de la ciudad a L’Empordà. Una comarca con un paisaje casi idílico donde, desde hace unos años, parece darse una suerte de competición por quién posee mas metros cuadrados de masía y más metros de eslora, amarrada la correspondiente embarcación a pocos kilómetros de la casa de labor.

Un ambiente singular pero, a su vez, de características compartidas con los enclaves que, ya sea en España o por toda Europa, albergan en verano a los más afortunados. Por ello, como corresponde a personas conservadoras, todas estas zonas exclusivas tienden a caracterizarse por el orden y la tranquilidad.

Pero, sorprendentemente, hace unos años, las cenas de L’Empordà, que llenan la agenda diaria de buena parte de sus exclusivos residentes, adquirieron una inesperada efervescencia. Personajes que hasta aquel momento habían orientado la mayor parte de sus energías a incrementar su riqueza y bienestar descubrieron, cual San Pablo al caer del caballo, que el sentido último de la vida se halla en el prójimo. Y, así, en solidaridad con los ciudadanos catalanes más desfavorecidos, se comprometieron con una causa tan justa como el acabar con el expolio sistemático de Cataluña. Una genuina eclosión de patriotismo y solidaridad.

Me cuesta respetar a quienes, desde posiciones de sumo bienestar y sin una mínima tradición de compromiso con quienes les rodean, se apuntaron a la oleada dominante y, sin asumir el menor coste, dieron lecciones de coraje y compromiso

Queda, para el futuro, analizar, sosegadamente y con la perspectiva que dará el tiempo, el porqué más profundo de esa transformación. Pero, en cualquier caso, en su momento me sorprendían esas lecturas tan simplistas de una realidad muy compleja y, especialmente, como en un santiamén hacían suyo el discurso dominante, olvidando lo que no les interesaba recordar de sus propias trayectorias. Y me indignaba su actitud pues, para algunos que nos hemos comprometido —con mayor o menor acierto— con este país, no deja de resultar insultante la actitud de ese converso que se cree capaz de otorgar certificados de catalanidad a la misma velocidad con que mudará cuando atisbe que cambian los vientos.

El tiempo, dicen, lo pone todo en su lugar. Y creo que así también será en el tema que nos ocupa. Las cenas de este año serán distintas de las de hace unos años, pese a que el bienestar personal de los comensales será el de siempre. Pero una parte de ellos optará por modificar su discurso o por mirar a otra parte. ¿Qué ha sucedido? Sencillamente, que les da miedo una dinámica que ellos alimentaron en gran medida y que ahora consideran desbocada.

Entiendo, y respeto, el sentimiento independentista de quienes, de siempre, sienten la singularidad catalana en positivo, y ven su máxima expresión en la independencia. Entiendo y respeto a quienes, acuciados por una crisis que cercena el futuro, ven el independentismo como una posible salvación ante el agujero del mañana, si bien parece que la recuperación en España y en el conjunto de Europa empieza a ofrecer escenarios de mayor estabilidad que el independentismo. Pero me cuesta respetar a quienes, desde posiciones de sumo bienestar y sin una mínima tradición de compromiso con quienes les rodean, se apuntaron a la oleada dominante y, sin asumir el menor coste, dieron lecciones de coraje y compromiso. En cualquier caso, seguro que seguirán disfrutando de sus cenas. Buen provecho.