Tras la pandemia, el debate sobre Barcelona ha regresado con una gran intensidad. Resulta ya indiscutible que la ciudad ha perdido relevancia y, así, se multiplican, hasta límites inauditos, las iniciativas que dan vueltas y más vueltas a por dónde tiene que ir la ciudad. Unos ejercicios de prospección que tienden a estar cargados de tópicos y palabras vacuas, pero que sirven para alcanzar un doble objetivo: satisfacer la autocomplacencia de quien opina y dar la culpa de todos los males al otro. Dudo que haya otra ciudad en el mundo en que tanta afición a pensar en su futuro aporte tan poco.

Abrumados por la cantidad de propuestas, en vez de pretender ponernos de acuerdo en qué hacer, resultaría más sencillo acordar el qué no hacer pues, de no entorpecer la natural fluidez de los acontecimientos, Barcelona recuperaría rápidamente la relevancia perdida. Y para concretar ese qué no hacer, regreso a una reunión de la alcaldesa con entidades ciudadanas en 2017, paradigma inmejorable de nuestros males. 

Entre el referéndum del 1 de octubre de 2017 y la fallida declaración de independencia del 27 del mismo mes, se sucedieron unas semanas de enorme tensión. Así, Ada Colau convocó una reunión a la que asistieron varias decenas de representantes de patronales, sindicatos y entidades de la sociedad civil. En dicho encuentro, la alcaldesa pretendía recoger el sentir acerca de que debía hacer la ciudad en un momento tan crucial. En ese par de horas, emergieron claramente las tres claves del abatimiento que, hoy, domina la ciudad.

La primera, el procés. Barcelona, como no podía ser de otra manera, se ha visto arrastrada por la dinámica política catalana. Pero, además, el gobierno municipal jugó activamente la baza del procés, al situar la independencia como una de sus grandes prioridades. Con la elección de Xavier Trías como alcalde, la ciudad aparcó su personalidad propia para difuminarse en las prioridades de las fuerzas independentistas.

La segunda, el progresismo desorientado, representado por la alcaldesa. Me impresionó la estampa de Ada Colau recibiendo alborozada a los alcaldes independentistas, todos con sus varas de mando, pocos días antes del referéndum. Y aún más sorprendente resulta que, habiendo favorecido tanto como pudo la celebración del referéndum, posteriormente se mostrara apesadumbrada, cuando no llorosa, al ver la deriva en que se estaba sumiendo el país. ¿Cómo puede preocuparse por un dislate al que contribuyó tan activamente?

Finalmente, lo que más me impactó en la reunión, fue la desorientación y falta de carácter de las élites económicas. Pese al terror por lo que se venía encima, todas las intervenciones fueron de una autocomplacencia inexplicable, que se resume en la reiterada expresión de que nada podría con Barcelona. Curiosamente, nadie intervino para pedir a la alcaldesa que hiciera lo posible para evitar el desastre del 27 de octubre.

Si combinamos la deriva independentista, la acción del malentendido progresismo, y la inacción de una burguesía acomodada y autocomplaciente, resulta lo que hoy tenemos. Por tanto, se trata de recuperar un discurso político propio y aparcar definitivamente el procés y sus secuelas; de abandonar el activismo progresista para situar a buenos profesionales al frente de la gestión municipal; y de que las élites económicas dejen de autocomplacerse para comprometerse de verdad, también económicamente, con los grandes proyectos de ciudad. Y todo volverá rápidamente a su sitio. En resumen: el sueño de una noche de verano.