Cuando Rafael Alberti escribió Roma, peligro para caminantes en aquel año ya mítico de 1968, es obvio que no se le ocurrió pensar que tan poético título fuera aplicable a la Barcelona de nuestros días. En aquellos tiempos en que se quería “cambiar la vida, cambiar la sociedad”, su vivienda en el Trastévere se convirtió en lugar de peregrinación de muchos españoles, pero la obra fue un ejercicio de fascinación por una ciudad en donde convivían lo bello y lo vulgar, la suciedad y la pulcritud, además del peligroso tráfico. La Ciudad Condal se merecería un rapsoda capaz de narrar el malestar que se vive cotidianamente en la calle, al menos en el Eixample que se empeña el ayuntamiento en transformar destrozándolo.

Las aceras de la capital del Principado han sido invadidas por patines, patinetes, monopatines, bicicletas, motocicletas, motos o riders en una agresión silente contra peatones o viandantes obligados a esquivar peligros. Sin hablar de suciedad o la inseguridad, convertido en una especie de mantra generalizado. Y el ruido, incluidas las terrazas, porque en la calle se puede hacer lo que a cada quién le venga en gana por tratarse de un espacio libre. Es una respuesta muy común cuando se pide reducir tan solo una octava el tono de la conversación para simplemente poder continuar con normalidad la conversación que tengas con el interlocutor o los contertulios de turno.

Una urbe que era un espacio abierto de tolerancia y placentera, se ha transformado en una ciudad incómoda en donde ya hay más perros censados que niños menores de 14 años, donde es fácil ver gente hablando sola o, lo que parece lo mismo: utilizando a voces los auriculares o el altavoz del móvil a toda pastilla. Sería interesante saber hasta qué punto esta situación genera un estado de ansiedad urbana, de dicotomía entre la presencia ciudadana y el deseo de escapar de ese espacio de confort que a cualquiera le complace disfrutar.

Barcelona va camino, si no lo está ya, de convertirse en una ciudad patas arriba este verano. Hasta el punto de que Josep Acebillo, arquitecto jefe del ayuntamiento en los 90 y persona clave en la transformación que trajeron los Juegos Olímpicos, ha presentado una denuncia ante la fiscalía del TSJC pidiendo la “paralización de las obras de la Superilla” por una serie de delitos y riesgo de “perjuicios directos de más de 100 millones de euros” al erario público municipal. Todo ello argumentado en un escrito que tiene paralelismo con otro de la Cámara de la Propiedad Urbana en el mismo sentido, reclamando en este caso la aplicación de medidas cautelares para que se suspenda de forma inmediata el procedimiento de licitación de obras relativas a los proyectos urbanísticos del ayuntamiento que gobiernan comunes y socialistas al alimón.

Se va creando así una suerte de estado de opinión cada vez más generalizado que explica que un 78% de los ciudadanos barceloneses opinen que es preciso cambiar de alcalde o alcaldesa. Así se reflejaba en una reciente encuesta publicada por El Periódico, a buen seguro inspirada o filtrada por el PSC a mayor gloria de su candidato, Jaume Collboni. También es cierto que la demoscopia ha quedado un tanto tocada tras la aparición unos días después del Barómetro Municipal, arrojando datos absolutamente dispares respecto al anterior estudio y con la diferencia de estar animada por el equipo de gobierno municipal. Lo sorprendente es que no se haya montado una escandalera por la disparidad de resultados: la proyección de voto puede ser fruto de la cocina que se aplique a los datos, pero la intención directa de voto con un universo similar es imposible que ofrezca tantas diferencias sin que nadie se sonroje.

A la espera de conocer con certeza las formaciones que concurrirán a las elecciones municipales, lo evidente en la capital catalana es una singular transversalidad. Por ejemplo, la herencia del PSC está presente en las tres formaciones que se apuntan como más claras aspirantes a la alcaldía: Ernest Maragall (ayer PSC, ahora ERC), Jordi Martí (ex PSC y hoy comunes) y Jaume Collboni (PSC). De esta forma, gane quien gane, el socialismo puede consolarse pensando que ha creado escuela, aunque no se tenga claro para qué. Claro que si se mira hacia otro lado, todo parece proceder del mundo que fue CiU, independientemente de cómo se llame quien lo represente o pretenda hacerlo.

Esta es la foto transversal del espectro municipal barcelonés. Faltará por ver en su momento, dentro de diez meses, como queda el mapa. A fin de cuentas, lo fundamental es la percepción que se crea de las siglas y cómo se va generando un marco mental más o menos afín en torno a algo o a alguien. Las ideas cobran fuerza en la medida que se generalizan de alguna forma entre una determinada población o segmento electoral. El caso paradigmático ahora sería el del PP: las siglas siguen siendo las mismas, pero la lectura del partido con Alberto Núñez Feijóo nada tiene que ver con la de hace dos meses con Pablo Casado. Si Maragall o Colau no acceden a la alcaldía, es más que dudoso que sigan en el consistorio. El único que parece seguro que aguantaría a pie firme en el consistorio es Jaume Collboni, aunque ni gane ni sea alcalde, porque le afecte la mala imagen del ayuntamiento y vaya tomando cuerpo la idea de que tampoco es el mejor candidato.