Dicen algunos de sus más cercanos, jerárquicamente hablando, que la alcaldesa, Inmaculada Colau, se entretiene con el móvil durante las reuniones de la cúpula de la institución. Pese a darse de baja de twitter, WhatsApp cunde mucho. Se preguntaba Rubén Darío aquello de “la princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?... ¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa, quiere ser golondrina, quiere ser mariposa…”. Tantas horas de gestión, dedicadas a colorear la ciudad con Alpino, probablemente le aburren soberanamente: añora sus tiempos de activismo. No es tarea fácil transformar la ciudad ideada por Ildefonso Cerdá en un lienzo de Mondrian.

Sostiene un amigo que, desde que en 1845, Carlos Marx escribió las Tesis sobre Feuerbach, la XI se convirtió probablemente en la frase más repetida por todos quienes aspiraban a cambiar las cosas. A lo ancho del planeta, generaciones de personas orientaron su actividad y compromiso políticos a la luz de que “los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Inmaculada Colau y Los Comunes, cada vez más vulgares, a lo largo de sus años al frente del Ayuntamiento de Barcelona, han reformulado esa tesis y la han ilustrado con su actividad: “La izquierda no ha hecho más que intentar de diversos modos transformar la ciudad, pero de lo que se trata es de hacer tuits sobre ella“. O, si no, de WhatsApp.

Transmite rutina y desgana la susodicha, instalada en la condición de joven promesa del pasado y empeñada en el ruido mediático. Su discurso es difuso, más centrado en el activismo que en la construcción de un proyecto de futuro. Los Comunes son la mejor expresión de una pelea de resultado incierto entre inexperiencia y dogmatismo, incompetencia e indolencia, obsesionados por el titular y animados por un desapego absoluto de la realidad, proporcional a la aversión que les produce la gestión y el trabajo cotidianos. Disfrutan de una estructura organizativa tan difusa como confusa y personalista hasta extremos que opacan cualquier alternativa interna.

Resulta difícil identificar de quién fue la ocurrencia de colorear el Eixample barcelonés con un entramado de franjas y colorines que, en una osadía de frivolidad, va camino de transformar el Plan Cerdá en un mal cuadro de neoplasticismo. Como si alguien se hubiera echado a la calle, con pandemia y nocturnidad, armado de un spray para convertir en un eje verde cada tres calles, olvidando que aumenta el tráfico en las vías adyacentes.

Todo apunta al arquitecto jefe del Ayuntamiento: Xavier Matilla, dependiente de esa especie de eterna adolescente y segunda teniente de alcalde, Janet Sanz, devenido admirador de las artes plásticas que parece confundir el cubismo con los bloques de hormigón, nos ha pintarrajeado algunas calles y una señalética incomprensible. Su gran mérito fue ser cabeza de lista de una candidatura por Terrassa que acabó con un gran éxito ciudadano: no obtuvo ni un solo concejal. Eso sí, dotado de un pensamiento profundo: cuando era secretario de organización con Xavier Domènech nos ilustró con la necesidad de “pensar más allá de una lógica orgánica, en una lógica de conciencia, una nueva conciencia compartida que dé cobertura y conclusión a la lógica de confluencia”.

A este lío de colores y formas rectangulares, que no pasa de ser “populismo urbanístico”, básicamente horroroso además de peligroso, lo han llamado “urbanismo táctico”, propio de ciudades donde el espacio público es escaso y de baja calidad. Sobre todo porque crecieron con un planteamiento expansivo o sin planificación alguna, cosa que no es el caso de Barcelona, sobre todo desde los tiempos de Pasqual Maragall, sin tener que remontarse al Plan Cerdá. Pero aquí, admitido que es preciso reducir el tráfico, se ha hecho sin identificar objetivos ni proceso de evaluación, ni cuantos coches se trata de sacar de la ciudad.

Las ciudades se mueven, cambian y evolucionan; pero el planeamiento urbanístico implica un modelo de sociedad. La única originalidad de Los Comunes es la capacidad interpretativa y la gran receptividad mediática de su lideresa, sin la cual es difícil entender su simple existencia. Atrapados en la maraña independentista y divididos en tres almas, nadan en medio de una polarización que tiene el riesgo de ahogarles, aunque traten de nadar a favor de la corriente. ¿A qué venía la alusión de la alcaldesa a los políticos presos en la recepción de Sant Jordi? ¿Un gesto hacia ERC? ¿Un esfuerzo por hacer un guiño al sector más soberanista de su formación? ¿Qué pinta en todo esto el PSC?

Si siguen así, Los Comunes podrán aspirar a un premio nacional de investigación. Y no precisamente científica, sino por el número de demandas que van acumulando, la última por actuaciones que suponen menoscabo de caudales públicos por subvenciones a entidades “amigas”. Cierto es que su Código Ético, bautizado como “Gobernar obedeciendo”, obliga a “dimitir de forma inmediata” en caso de ser investigado. Verdad es asimismo que la jurisdicción contable no entraña proceso penal y solo genera inhabilitación y devolución al erario público. Pero tranquilos: siempre se dijo que dimitir es palabra rusa que no se tiene por costumbre conjugar aquí. Más aún: Jordi Martí, el concejal de Presidencia, afirmaba recientemente que “Colau tienes ganas de presentarse a la reelección”. De poco vale que el citado Código Ético establezca dos mandatos sucesivos: siempre se puede prorrogar.

Al PSC le quedan dos años, para que se celebren las próximas elecciones municipales: es el tiempo que le queda para marcar un perfil propio, con el mismo candidato o buscando una alternativa que aúne gentes de diversa sensibilidad. De momento, Los Comunes cuentan con la ventaja de la indefinición socialista.