Esta ha sido una buena semana: después de mucho tiempo sin tocar el mando del televisor, he vuelto a engancharme a una serie (Hacks, una comedia muy divertida que sigue la relación entre Deborah Vance, una legendaria cómica de Las Vegas, y Ava, una guionista sabelotodo e impulsiva de 25 años) y he recuperado esa agradable sensación de irme a dormir a las tantas por querer ver un capítulo más, sin sentir remordimientos por no estar leyendo un libro o haciendo cualquier otra cosa más productiva para mi cerebro o la humanidad. Tragarme las dos temporadas de Hacks ha sido un verdadero placer: me han hecho reír, reflexionar, ser más feminista.

Por otro lado, el jueves fui a comer a casa de mi amigo David, con quien hacía tiempo que no charlábamos mano a mano, y nos homenajeamos con un festín de baozi --más conocidos como baos-- unos bollos rellenos cocidos al vapor, tradicionales de la cocina china. Los pedimos para llevar en un pequeño restaurante cerca del mercado de El Clot, donde nos atendió una mujer china de unos 40 años que en esos momentos se encontraba amasando la delicada masa blanca de los baozi, a base de harina, levadura y azúcar. Nos fuimos a dar un paseo y al cabo de veinte minutos regresamos para recoger nuestro pedido, que un cocinero acababa de sacar de la cocina en unas bandejas redondas de bambú humeantes, impregnando el restaurante de un aroma dulce y especiado.

Los baozi son mi comida china favorita. Suelen ir rellenos de carne o verdura, y se mojan en salsa de soja o vinagre. "A mí el que más me gusta es el de ternera', me dijo David, que tiene la suerte de vivir cerca del restaurante y ya los ha probado todos. Yo opté por uno de cerdo con jengibre y otro de bok choi, una especie de acelga china. También nos llevamos media docena de xialong bao, unos bollos más pequeños, rellenos de cerdo y sopa caliente.

Mientras nos los comíamos en su terraza con vistas a la torre Glòries y al animado patio de una guardería cercana, David recordó cómo había disfrutado comiendo baozis y empanadillas en los puestos callejeros de los hutongs de Pekín, última parada de su viaje de luna de miel por China, en 2018. Casualmente, yo también estuve en Pekín ese mismo año, unos meses antes, y nos pusimos a recordar anécdotas.

“¿Te acuerdas de la cantidad de cámaras de vigilancia que había en la calle? Parecía Gran Hermano”, me dijo David. Lamentablemente, lo recordaba. Y le expliqué que diez años antes, cuando China se abría al mundo para albergar los JJOO, en Pekín se respiraba otro ambiente, mucho menos represivo.

Sin embargo, desde que en 2012 asumió el poder el actual presidente, Xi Jinping, China --un país que considero mi segunda casa (viví los cuatro años más intensos de mi vida allí)-- ha dado bastantes pasos atrás en cuestión de libertades. Desde la censura en internet a la brutal represión del los uigures en Xinjiang, pasando por la propaganda nacionalista a una reforma de la Constitución que permitirá a Xi convertirse en presidente vitalicio, acabando con el límite de dos mandatos que regía antes en el país, China ha ido cerrándose a Occidente. Y ahora, con la pandemia, el aislamiento y el sentimiento antioccidental parecen haber ido a peor.

“¿Cuándo crees que podremos regresar a China?”, me preguntó David, que, como yo, sueña con poder llevar a su hijo de vacaciones a Pekín. Di un mordisco al delicioso baozi y me encogí de hombros, confusa. “Ni idea”.

Me acordé entonces de la historia de Peter Hessler, reportero estadounidense de la revista The New Yorker y autor de varios libros sobre China, que hasta hace poco vivía en Chengdu, la capital de Sichuan, en el interior del país. Después de tres años impartiendo clases de escritura de no ficción en la universidad de Chengdu, Hessler ha tenido que hacer las maletas y volver a Estados Unidos, porque no le han renovado el contrato. ¿El motivo? Haber sido víctima de jubao, un verbo que describe cuando, en una universidad china, un estudiante nacionalista denuncia a un profesor por alguna razón política.

En el caso de Hessler, empezaron a aparecer varias publicaciones anónimas en Weibo, el Twitter chino, que lo acusaban de ser un “traidor” a la patria. Los ataques, aparentemente, estaban relacionados con algunos de sus comentarios en las clases de redacción, en las que proponía a sus estudiantes que argumentaran pros y contras sobre temas de libre de elección, como el caso de un estudiante que escribió sobre la necesidad de cualquier Estado de derecho “civilizado” de limitar la libertad de expresión para proteger la soberanía nacional y la estabilidad social.

Hessler, con mucho cuidado, trató de cuestionar sus argumentos, pero el chaval se lo tomó a mal, así que se desahogó en Weibo manipulando los comentarios del profesor. A pesar de ser ataques infundados --el estudiante alegaba que había habido una fuerte discusión en clase, cuando las cámaras de vigilancia instaladas en el aula demostraban lo contrario-- la bola fue haciéndose cada vez más grande, hasta que el decano de la facultad de Chengdu prefirió sacarse a Hessler de encima y rescindir su contrato, por miedo a represalias de más arriba.

“Una pena”, me dijo David, después de soltarle el rollo y haberme comido uno de sus baozi por despiste. Ya. Y lo peor de todo, pensé, con la barriga llena, es que ahora me he quedado sin las historias de Hessler desde China.