El sábado me bajé hasta Cibeles y llegué a la Puerta de Alcalá. Por curiosidad, por ver quiénes y cuántos se acercaban. Cosas de vieja periodista. Llegué tarde, acababa, pero impresionaba ver la cantidad de banderas españolas ondeando bajo el cielo azul de Madrid. Todas eran rojas y gualdas, con el escudo decidido en 1981 por iniciativa legislativa del PSOE. Constitucionales. Sin aguiluchos. Volví a preguntarme, como en otras ocasiones, por qué parte de la izquierda sigue decidida a abdicar de la bandera de España, cederla a la derecha o calificarla de nacionalista. 

Estaba claro que la convocatoria de diversas asociaciones civiles era contra la gestión de Pedro Sánchez y de sus socios. Asistieron muchas familias de clase media, de centro, conservadoras, liberales… Ideologías que la militancia progresista cree que no tienen derecho a manifestarse. “Los del ruido”, los calificó Sánchez. También encontré votantes decepcionados del PSOE que hoy manda en Ferraz. Sería importante recordar que no hay democracia parlamentaria sin partidos de derecha y de izquierda.

¿Ultraderechistas? Alguno habría. Pero no hablaron por los micrófonos; se limitaron a pasar por allí. También lo hicieron bastantes catalanes constitucionalistas. Y escritores e intelectuales que disienten sin tapujos de la acción de gobierno de Sánchez. Allí estaban Fernando Savater y Andrés Trapiello, a quienes admiro y, por tanto, me sorprende que algunos columnistas puedan calificarles de modo despectivo. Eran y siempre han sido demócratas, valientes, cultos e incapaces de opinar por interés o clientelismo. 

Asistieron los líderes de Ciudadanos, de Vox, también los catalanes de Valents. Las primeras figuras del PP se quedaron en casa, aunque se notaba la presencia de sus militantes. Alberto Feijóo decidió no aparecer. Es de los que creen que “las elecciones se pierden, no se ganan”.  

La marcha de Cibeles fue solo dos días después de la cumbre hispano-francesa de Barcelona, y de su paralela manifestación independentista. También abundaron las banderas. Los manifestantes independentistas -casi todos jubilados— enarbolaron esteladas. Poco después salía corriendo Pere Aragonès, presidente de Cataluña, para no escuchar los himnos de España y de Francia (“países opresores”). Fue un infantil desacato para contentar a sus fieles, sin molestar a Pedro Sánchez. No le molestó. El presidente español dice que ha acabado con el procés, normalización desmentida por el expresident nacionalista Artur Mas, que asegura que solo está hibernando.  

Más allá de ideologías e intereses electorales, equiparar las banderas independentistas con la enseña oficial de España es un desatino. No todas las banderas impulsan y defienden el nacionalismo. La bandera española es símbolo de un Estado de derecho desde 1978, como indica la Constitución. Al contrario de lo que muchos se empeñan en creer, no se eligió la bandera del franquismo, sino la que ha sido pabellón nacional de España desde 1785. Solo el escudo ha ido modificándose por los distintos regímenes políticos vividos (y sufridos). La II República cambió la última franja roja por la morada, color utilizado por los comuneros. El Gobierno republicano quiso destacar la importancia de Castilla, junto con el rojo y el amarillo de la Corona de Aragón (y de Cataluña). El morado no era por republicano, sino por castellano

La bandera actual -como la de cualquier otra nación— es utilizada por todas las instituciones del Estado. Nos representa en Europa y en el mundo. No hay ni ideología ni “ismos” (tampoco nacionalismo) en la bandera de España. No puede haberlos. Es el símbolo de un estado democrático, sea gobernado por la izquierda, el centro o la derecha.  

Por el contrario, la estelada, creada a principios del siglo XX y escasamente utilizada, fue reintroducida por ERC con el claro objetivo de mostrar el deseo de separar a Cataluña del resto de los pueblos de la Península. Significa: “No queremos estar con vosotros, ni compartir el mismo país, ni hablar o educar a nuestros hijos en la lengua común; solo el catalán es idioma de Cataluña”. Es una bandera nacionalista, pero no nacional. Al menos, por ahora. 

Antes de que empezara el proceso de secesión, todos los catalanes respetábamos la oficial senyera, refrendada en el Estatut, desde la izquierda comunista hasta la derecha. Cuando llegaba el 11 de septiembre, nos levantábamos respetuosamente y cantábamos Els segadors, nos gustara o no su patriótica letra sobre la guerra de sucesión, no de secesión. Y nunca Jordi Pujol, tan nacionalista, o Pasqual Maragall, socialdemócrata y europeísta, salieron corriendo para evitar escuchar el himno de España.

La mayoría de los catalanes se aferran hoy al deseo de que el procés hiberne durante décadas. Sin embargo, son muchos los españoles, por lo que escucho en otras comunidades, que desconfían del independentismo y de la normalización prometida por Sánchez. Por eso, en Madrid, sacaron a pasear la rojigualda, que es de todos los españoles. También de la izquierda.