Ante las extendidas muestras de culto a la mierda que los CDR están exhibiendo en Cataluña, Alejandro Tercero ha tenido el acierto de denominarlas autos excrementales. Hace ya algún tiempo que esos comandos totalitarios están usando estiércol de todo tipo para señalar a los que no piensan como ellos o no se pliegan antes sus caprichos identitarios.

Aunque, quizás, lo más conveniente fuera acudir a la psicología para intentar comprender este gusto independentista por la mierda, la literatura ofrece infinidad de episodios con los que comparar estos actos escatológicos. Uno de ellos es el pavor ante situaciones desconocidas o que no terminan por controlar: “- Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo. –Sí tengo --respondió Sancho--; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca? –En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar –respondió don Quijote”.

Podríamos concluir que tanta acumulación de heces para ser vertidas en puertas ajenas o contrarias al independentismo es un ejemplo de debilidad espiritual, puesto que sus protestas se basan en el manoseo de la sustancia más terrenal por excelencia. Pero sería una conclusión errónea. Se preguntará también el lector cómo es posible que los militantes de esos comandos no sientan asco por sus propios actos. La fe no sólo mueve montañas, también estercoleros inmensos.

La devoción por la suciedad forma parte de intensas creencias espirituales. Luis Gómez Canseco en un breve estudio, erudito y divertido, titulado Más allá de la mierda refiere un episodio revelador de los estrechos vínculos entre valores religiosos y restos inmundos, relatado por un testigo de los hechos: el obispo de Bona. Sucedió en Sevilla a comienzos de julio de 1616, cuando el padre Méndez aseguró que Dios le había anunciado que en 20 días subiría al cielo. Todavía no había transcurrido el plazo, y sus sucios calzones ya se habían convertido en objeto de culto entre las beatas: “que no se hartaban de besarlos, con no estar nada limpios, para que fuese mayor el mérito; pero a la devoción no hay cosa sucia ni que haga asco a un verdadero devoto”. Dirán ustedes que la fe ciega a los ignorantes, quizás, pero también moviliza a las elites más distinguidas, porque poco después los empalominados calzones se los repartieron un grupo de nobles “como reliquia sacrosanta”.

La acumulación de heces que los CDR practican tiene también una lectura festiva, pero nada transgresora. Estos actos en los que exigen una justicia a su imagen y semejanza son como los autos de fe inquisitoriales. En estas concurridas fiestas se leían las sentencias de los condenados por el Santo Oficio. Durante la ceremonia se les señalaba como sujetos contrarios a su comunidad que, en aquella época, estaba compuesta por fieles católicos y que ahora lo está por fieles nacionalistas. En ambos casos se reconocen entre ellos por ser los elegidos para alcanzar el camino de la salvación correcta.

Como sucedía en los autos de fe que organizaba la Inquisición, en los autos excrementales no se ejecuta a nadie, sino que se señala quién debe ser expulsado de la comunidad. En la época de la Inquisición era la justicia civil la que hacía cumplir la sentencia, fuese azotándolos al día siguiente, mandándolos a galera o llevándolos a la hoguera. Ahí radica la gran diferencia entre aquellos autos y estos. Ahora el poder judicial todavía no se ha sometido a la ortodoxia de los inquisidores nacionalistas. Todo depende de la fortaleza del Estado democrático de derecho o de la debilidad política del Gobierno de Pedro Sánchez, que no debería olvidar que a quien con mierda trasiega, algún olor se le pega.