Los acontecimientos del 6 y 7 de septiembre de 2017 constituyeron un atropello a la democracia y a las instituciones catalanas. Un abuso intolerable de la mayoría sobre la minoría a manos de unas gentes que, como se vio después, no tenían más proyecto que el enfrentamiento y la provocación pese a sus proclamas sobre un Estado independiente. Todo en su estrategia era farol a la espera de una reacción que los presentara como víctimas ante el mundo.

El diputado Joan Coscubiela, que cosechó unos aplausos entusiastas y plurales inauditos en la Cámara, definió a la perfección lo que ocurrió aquellos días: la degradación a que los partidos independentistas sometieron a la Generalitat. Si las dos leyes aprobadas tuvieron alguna proyección fue precisamente la de poner de manifiesto la pulsión autoritaria que inspiraba a sus promotores.

Fue una algarada parlamentaria que merecía una respuesta adecuada de las instituciones del Estado. La inacción del Gobierno de Mariano Rajoy dio alas a la escalada posterior, desde los sucesos del 25 de septiembre ante la Consejería de Economía hasta la votación ilegal del 1 de octubre, unos hechos que fueron tan importantes como la propia aprobación de la ley del referéndum y de transitoriedad.

El Gobierno quiso autoconvencerse de que las detenciones del 20 de septiembre desactivaron los preparativos de la consulta secesionista, y a partir de ahí se sintió autorizado para mantener el enraizado tancredismo que ha encumbrado a tantos políticos ineptos de la historia de España, entre ellos quien era presidente del Gobierno en el momento, un registrador de la propiedad de larga y próspera trayectoria a quien no se le conoce una decisión en toda su carrera, ni valiente ni cobarde. Muy acertadamente, y echando mano de los calificativos taurinos, el periodista Pedro J. Ramírez le había apodado El estafermo. No reaccionó hasta que en una última provocación 70 diputados autonómicos de los 175 que componen la cámara catalana votaron a favor de la declaración unilateral de independencia (DUI) el 27 de octubre.

El mundo independentista critica que el “Estado” haya judicializado el conflicto que ellos han creado, como si sus tropelías no mereciesen medirse con la justicia, aunque es verdad que no hubo respuesta política. Un fallo tremendo, imperdonable, que no ha sido estudiado suficientemente.

El déjame estar del Ejecutivo hizo recaer la máxima responsabilidad en el titular de Interior, Juan Ignacio Zoido, juez de profesión, uno de los políticos más incompetentes de la democracia, solo equiparable al entonces delegado del Gobierno en Cataluña, Enric Millo.

Ambos se encontraron con el marrón de impedir el referéndum, cuya realización negaba Rajoy hasta poco antes de que abrieran las urnas. Ni las vieron entrar, ni supieron dirigir a la Guardia Civil y la Policía Nacional en la gestión de las órdenes de la magistrada, dejando que cargaran sobre los escudos humanos que el nacionalismo había montado en numerosos colegios electorales perfectamente enfocados por las cámaras.