Unos días antes de Navidad me salió, por primera vez en mi vida, un herpes en el labio. Al no reconocer lo que me estaba pasando, empecé a morderme el labio inferior para calmar la sensación de picazón, logrando que se me hinchara como un globo. Al día siguiente apareció una ampolla gigante, que no tardó en abrirse y secretar líquido, lo que, mezclado a la crema antiviral, me dejó más guapa que nunca.

“¿En serio has acudido a una cita con el labio así? Estás chalada, yo no me hubiera atrevido”, me dijo mi hermana cuando le conté que la noche anterior había ido a cenar a casa de un amigo. El amigo, previamente avisado de mi situación, replicó que si acaso el chalado era él, por haberme abierto la puerta con ese aspecto. Porque, admitámoslo, mi labio tenía un aspecto repugnante, y estoy segura de que él no pudo sacarse su imagen de encima durante varios días. Al menos eso es lo que a mí me ocurre cuando veo algo que me da asco --una serpiente en la escalera del jardín, una rata ahogada junto a la orilla del mar, los pelos atascados en el desagüe de la ducha, un trozo de carne putrefacta en la nevera, gusanos blancos comiéndose el cadáver de un pájaro--: su visión se reproduce en mi cabeza durante días, incluso revolviéndome el estómago o poniéndome la piel de gallina.

¿Por qué hay cosas que nos dan asco? era la pregunta que intentaba resolver un reportaje reciente publicado en The New York Times. Resulta que a pesar de ser un aspecto totalmente arraigado a nuestras vidas y una de las seis emociones humanas básicas (enfado, sorpresa, miedo, alegría, tristeza y asco), el asco sigue siendo un fenómeno universal poco comprendido.

El reportaje se centraba principalmente en las aportaciones de Paul Rozin, renombrado psicólogo de la Universidad de Pensilvania, actualmente jubilado, que ha dedicado toda su carrera a estudiar este fenómeno. Según Rozin, el asco ha determinado nuestro comportamiento, nuestra tecnología y nuestras relaciones a lo largo de la historia. Es la razón por la que llevamos desodorante, usamos el baño en privado y utilizamos cubiertos en lugar de comer con las manos, entre otras muchas cosas. Pero ¿por qué nos repugna el olor a sudado, ver los excrementos de otra persona o tocar con las manos sucias un alimento?

Rozin y sus colegas estuvieron elaborando durante años varias teorías al respeto, encaminadas principalmente a desmontar la argumentación más extendida hasta el momento: que el sentido del asco tenía mucho que ver con la evolución de nuestra alimentación. Si una persona tuviera cero sentido del asco, probablemente comería algo asqueroso y moriría. Por otro lado, si una persona se disgustara con demasiada facilidad, probablemente no consumiría suficientes calorías y también moriría. Lo mejor es estar en un punto intermedio, acercarse a la comida con una saludable mezcla de neofobia (miedo a lo nuevo) y neofilia (amor por lo nuevo), sostiene Rozin, ante la idea de que todas las formas de asco surgen de nuestra repugnancia ante la perspectiva de ingerir sustancias que no deberíamos, como gusanos o heces.

Sin embargo, Rozin no se conforma con esta teoría tan intuitiva. Si el asco fuera únicamente un fenómeno biológico, sería igual en todas las culturas, y no es así. Tampoco explica por qué experimentamos asco cuando nos enfrentamos a temas como la zoofilia o el incesto, o el olor de un sobaco apestoso, o a la idea de estar rodeados de cucarachas.

Para explicar esto, Rozin y su equipo desarrollaron primero la teoría de la llamada “magia simpática”, un término usado por los psicólogos para justificar diferentes creencias culturales. Otra teoría elaborada por su equipo fue la llamada teoría del “recordatorio animal”, que defiende que el asco es una forma de ignorar toda evidencia de que los humanos somos mamíferos que comemos, excretamos, sangramos, menstruamos y morimos como cualquier otro. Eso explicaría que nos dé asco jugar con nuestras heces, como hacen los perros, o tener relaciones sexuales con nuestros hermanos, como los gatos. Todo esto nos hace “olvidar” que somos solo carne. Y ahí otra de las conclusiones más contundentes de Rozin: que el asco funciona como un presagio de nuestra propia muerte. Cada encuentro con la carne putrefacta es un anticipo del hecho de que todos, en algún momento, nos convertiremos en carne putrefacta.