Por desgracia o por suerte, según cuál sea el color del cristal con que se mire, pero la realidad es la que es. Después de este último ciclo electoral --comicios generales del 26-A y municipales, europeos y autonómicos en un total de doce comunidades del 26-M--, está meridianamente claro que no se ha producido el en tantas ocasiones anunciado “sorpasso” de los dos denominados partidos emergentes --UP y Cs-- a los dos grandes partidos españoles: PSOE y PP. Ya se veía a venir no tanto por la coincidencia de la práctica totalidad de los sondeos como por los resultados de las anteriores convocatorias electorales, tanto en los comicios legislativos como en los autonómicos andaluces y valencianos celebrados con anterioridad.

La realidad de los hechos se ha impuesto. Lo ha hecho en el caso concreto del PP respecto a Cs, a pesar de las derrotas sufridas por la formación presidida por Pablo Casado desde hace solo pocos meses, con importantes pérdidas de cuotas de poder tanto a nivel nacional como en municipios, provincias y Comunidades Autónomas. Únicamente gracias a la suma de las tres derechas, el PP en Madrid ha podido maquillar en parte su contundente fracaso electoral del 26-A y del 26-M. A pesar de ello, Cs ha quedado muy lejos de su objetivo y se debate ahora entre permanecer anclado en su afán por sustituir al PP como el principal partido de las derechas hispánicas o asumir su posible condición de partido bisagra, a la manera de lo que durante tanto tiempo fueron los liberales en Alemania. Está por ver si Albert Rivera y los suyos optan a partir de ahora por esta segunda opción y se abren a una política de pactos cambiantes, o se mantienen en la línea adoptada ya en Andalucía, con una coalición en la que Cs es el socio subordinado del PP y ambos se sostienen en el poder gracias al apoyo parlamentario de una formación de la derecha extrema como Vox.

Mucho más duros han sido los resultados electorales para UP y para todas o casi todas sus confluencias territoriales. De aquel tantas veces proclamado asalto a los cielos han pasado a un doloroso batacazo en el suelo. La pérdida de cerca de un millón de votos y de nada más y nada menos que de 78 escaños autonómicos, y sobre todo la derrota de casi todos los llamados “ayuntamientos del cambio”, con muy pocas pero honrosas excepciones, constituyen una sentencia inapelable que sin duda alguna pone seriamente en cuestión toda la estrategia política seguida por la formación liderada por Pablo Iglesias desde su misma fundación, hace tan solo poco más de cinco años, en marzo de 2014.

No es la primera vez, y mucho me temo que no será tampoco la última, que advierto que ser un politólogo, e incluso ser un muy buen politólogo, no quiere decir necesariamente que uno sea un buen político, del mismo modo que estar licenciado en Bellas Artes no implica ser un buen artista plástico, ser licenciado en Filosofía no convierte a nadie en un filósofo, ni ser licenciado en Filología no hace a nadie un buen escritor...

El caudillaje personalista de Pablo Iglesias, su incapacidad evidente para saber compartir el poder orgánico, y en especial para asumir las inevitables y lógicas discrepancias internas, así como sus sucesivas urgencias históricas para alcanzar con rapidez sus legítimos objetivos políticos de poder institucional y de gestión son, al menos en gran parte, las causas principales del notorio declive electoral sufrido por UP. Un declive que en estas últimas convocatorias a las urnas no ha hecho más que ratificar una tendencia evidenciada ya con nitidez en los comicios generales y autonómicos celebrados estos últimos años.

Por mucho que Pablo Iglesias y su cada vez más reducido círculo de seguidores incondicionales se empeñen en cargar las responsabilidades de este declive en Íñigo Errejón --y con él también en Manuela Carmena--, deberían reflexionar sobre sus propias responsabilidades políticas. ¿Es casualidad que tan sólo dos de los llamados “ayuntamientos del cambio” --el de Cádiz, con el alcalde José María González Santos Kichi, y el de Valencia, con el alcalde Joan Ribó-- han sido capaces de revalidar sus mandatos? ¿Es casualidad que Kichi sea una de las escasas voces públicamente críticas y heterodoxas en UP, y que Ribó ni tan siquiera sea miembro de esta formación sino de Compromís, con personalidad política propia y diferenciada?

Por el bien de nuestro sistema político, sería muy aconsejable que tanto en UP como en Cs se iniciasen ahora unos procesos de reflexión y autocrítica. No se avecinan nuevas citas electorales, más allá de unas autonómicas catalanas de infarto --que previsiblemente tendrán lugar dentro de seis o incluso más meses-- y de otras autonómicas como las vascas y gallegas. Puede ser un buen tiempo para la reflexión para ambas formaciones. Para la asunción de la realidad tal cual es en verdad, no en los sueños ni en las ensoñaciones de los unos y de los otros.

Si Cs se sigue empeñando en superar al PP como el gran partido de las derechas hispánicas debe aceptar que, con mucha suerte, para alcanzar este objetivo le aguarda un camino tan largo como difícil, si es que al fin algún día lo alcanza. En el caso de UP, todo es aún mucho más duro, ya que su curva es descendente prácticamente desde su misma constitución, sobre todo desde que pudo y no quiso asumir, con todas sus consecuencias, su condición de izquierda crítica y alternativa pero no mayoritaria. En ambos casos sus líderes pecan de personalismo, de un endiosamiento pernicioso y de una incapacidad notoria para aceptar críticas y discrepancias internas.