El 11 de mayo de 1960, agentes del Mossad capturaron y secuestraron a Adolf Eichmann en Buenos Aires. Tras ser identificado por un judío que había pasado por el campo de Dachau, se montó la Operación Garibaldi, impulsada por el Gobierno israelí con el objetivo de eludir una extradición formal que no habría contado con el beneplácito de las autoridades argentinas. Cuando se conoció la noticia de que Eichmann estaba en Israel e iba a ser juzgado por crímenes contra el pueblo judío, Hannah Arendt se encontraba en las montañas de Catskills, Nueva York. La pensadora de origen alemán dejó el libro que estaba escribiendo, reorganizó sus clases y lo dispuso todo para asistir al juicio de uno de los nazis más buscados después de que su nombre saliera a la palestra en diversas ocasiones en Núremberg. 

Como saben los lectores, tras asistir a parte del proceso Arendt escribió el que probablemente es su libro más conocido, polémico y, en mi opinión, más relevante en términos intelectuales: Eichmann en Jerusalén. Publicado inicialmente en una serie de artículos para New Yorker, la obra muestra una ambición periodística y un conocimiento sobre materias tan distintas como el derecho, la historia o la teoría política, absolutamente deslumbrantes. La polémica surgió porque por primera vez se trataba un asunto tan sensible como era el Holocausto, a partir de nociones como la banalidad y la ironía, dejándose de lado la perspectiva litúrgica y memorialística que empezaban a predominar en la historiografía de la posguerra.

La idea de interpretar el Holocausto a partir de la banalidad burocrática no es original de Arendt. En 1961, justo en el momento en el que se celebraba el juicio a Eichmann, Raul Hilberg publicó su impresionante libro La destrucción de los judíos europeos, donde se retrataba de forma precisa el sistema legal y administrativo de la muerte construido por los nazis para identificar, despojar de sus bienes y gasear a los judíos de Alemania y las zonas ocupadas. Arendt se vio obligada a reconocer las fuentes del historiador de origen austriaco en la segunda edición de 1964 y tratar así de salir al paso de las acusaciones de plagio. Hilberg señaló en sus memorias que aquella habría tenido acceso a su manuscrito como evaluadora de una editorial universitaria estadounidense en 1959.

Cumplidas seis décadas del juicio a Eichmann, se siguen discutiendo los principales problemas técnicos del proceso (falta de jurisdicción y parcialidad del tribunal, retroactividad de la ley o tipicidad de los delitos) y las teorías sobre cómo pudo ocurrir algo tan monstruoso como la Shoah. A partir de Auschwitz no es que no quedara espacio para la poesía, como decía Adorno, sino que se fundó un nuevo tiempo político profundamente desconfiado del futuro, el progreso y la naturaleza del ser humano. En este sentido, bien podría decirse, como nos recuerda Javier Fernández Sebastián, que los campos de concentración han sustituido a la Revolución Francesa como canon de comprensión de una modernidad que ya no puede escapar de la crisis que la consume.

Arendt cambió su perspectiva sobre la praxis del Holocausto tras viajar a Jerusalén. En Los orígenes del totalitarismo, publicado en 1951, había especulado sobre una forma de mal radical completamente novedosa, que se expresaba en un gobierno administrado a través del terror. Después de ver a Eichmann tras la cristalera que le protegía durante el juicio, modifica su tesis: estábamos, presuntamente, ante un funcionario gris con ínfulas intelectuales, que no mostraba ninguna emoción o crueldad ante el exterminio de millones de personas. Hilberg señaló que no debiéramos subestimar el papel de Eichmann y sus extraordinarias dotes para ejercer sus criminales funciones en un entorno material tan precario como fue la II Guerra Mundial. Sin embargo, al incorporar el tono banal e irónico, Arendt nos advierte que el asunto no tiene que ver con la intendencia o la falta de medios, sino con el rechazo colectivo del acto de pensar. El nazismo pudo ocurrir porque los alemanes se distanciaron de la pluralidad humana y convirtieron la política en una guardería donde la responsabilidad individual se diluía en el marco de la obediencia ciega a la ley.

Junto a la culpa (Jaspers), sigo considerando esta idea de responsabilidad hacia lo universal como el legado más importante de Eichmann en Jerusalén. El Holocausto fue un crimen contra la humanidad, por lo que caben las figuras de crímenes contra el género humano que deben ser juzgados por tribunales internacionales. Hoy contamos con un Estatuto de la Corte Penal Internacional, donde se juzgan delitos como el genocidio o los crímenes de lesa humanidad, cuyo origen pueden rastrear en el magnífico libro de Philippe Sands del que daremos cuenta otro día.