Durante una reciente entrevista pactada, blanda y bizantina, en una emisora de ámbito nacional o estatal --tanto da--, el president Aragonès decepcionó a los oyentes por su deficiente conocimiento de España. Difícilmente se puede hablar de que el pueblo catalán es hermano del español, cuando no se tiene ni la más mínima idea de quién es ese pariente que vive en tu casa o, a la inversa, quién es el familiar tan cercano que te permite vivir en su casa, destrozar tu habitación y parte de las zonas comunes, y encima le exijas que los arreglos los pague él.

En medio de un engolamiento impostado, trufado de tópicos independentistas y casposas apelaciones al derecho de autodeterminación, referéndum, negociación, nación soberana, etc., el president comentó que de niño había hecho turismo con sus padres por el norte de España, y que recientemente con su familia se había bañado en las preciosas playas gaditanas, además de visitar el monumento de la Alhambra. Hasta ahí su limitado conocimiento.

Es sabido que no por mucho viajar una persona puede verse libre de la cómoda dictadura del campanario, es decir, del dogma paralizante y simplista de cualquier nacionalismo que, por muy demócrata o de izquierdas que diga ser, no ve más allá de sus narices y, si atisba algo, son seres inferiores (ñordos, maketos u otras lindezas).

Por ejemplo, un turista o viajero español tiene muchas posibilidades de toparse en la mexicana Selva Lacandona o en el boliviano Salar de Uyuni con individuos que, al preguntarles de dónde son, te espetan Països Catalans o Euskal Herria. No digamos ya en las concurridas colas del Everest o del Empire State. Es habitual también que el referido viajero interpelante se muerda la lengua para no mandar a sus paisanos por donde amarga el pepino.

Siempre se puede recurrir a otra pedagógica y dialogante posibilidad: ayudarles a despejar sus telarañas mentales empleando su mismo lenguaje, que no idioma. Hay que destacar que este tipo de sujetos en movimiento suele sentirse muy atraído por el término “país”. No es casual que Pedro Sánchez, en su nefasto discurso en Ermua el pasado domingo, citara como “países libres” a Euskadi y a España, para húmedo regocijo de sus socios nacionalistas y para sorpresa de ciudadanos sensatos pero poco sensibilizados con el cinismo sanchista.

La ironía es la mejor arma para subrayar cualquier signo de estupidez nacionalista, y así es posible oír divertidas respuestas como “ah, pues nosotros somos del País de Nunca Jamás” o “del País de los Pueblos Mágicos”. La primera recuerda la conocida isla ficticia de la novela fantástica Peter Pan, pero aludía al hartazgo de aquellos viajeros españoles por la vigencia y poder de tantos partidos nacionalistas que han destrozado la vida y la convivencia ciudadana desde 1977 hasta hoy día. Buena falta haría una “ley de memoria democrática” para no olvidar las miles y miles acciones violentas, físicas o simbólicas, que han protagonizado desde entonces esas organizaciones políticas.

En la citada segunda respuesta, los viajeros españoles prefirieron ensalzar la mágica pluralidad ibérica, donde decenas de pueblos (incluidos uno catalán y dos vascos) se han organizado para fomentar el turismo y el conocimiento de un mundo rural con algo más que encanto: calidad urbana, centros de interpretación, monumentos históricos, arquitectura religiosa, rutas y senderos, fiestas y tradiciones, hermosos paisajes, espacios naturales, variedad gastronómica, productos artesanales... Incluso uno de estos pueblos españoles es conocido como el País del Mago. Estas visitas son muy recomendables. Son lugares donde la magia es de tan alta calidad que puede curar las alucinaciones de presidentes de corto recorrido o de tantísimos vecinos nuestros, alienados como están aún por la metafísica nacional.