Quizás haya llegado la hora de versionar de nuevo la canción letona “Saule, Perkons, Daugava”, pero no en el sentido (emo)nacionalmente correcto que le dio Jaume Ayats en 2014 con su patriótica Ara és l’hora. Fue encomiable el esfuerzo de este musicólogo por sustituir en el poema de Martí i Pol las explícitas alusiones al odio por el recuerdo de una presunta “essència del poble, indestructible”.

Ahora es la hora de decir que hay más de un pueblo, en cada uno de los catalanes. Incluso entre el independentismo ya se oyen voces, todavía pocas pero cada más insistentes, de que hay que superar la experiencia nacionalista de la transverberación. En la última década han sido decenas de miles los catalanes que han alcanzado la unión íntima con su imaginaria nación, y han sentido como su corazón era traspasado por un fuego sobrenatural y estelado. El inmenso beaterio independentista ha encontrado la ilusión para mantener encendida la llama de la divina unión en la mística nacionalista. Nadie como Teresa de Jesús, la mejor escritora en lengua castellana que jamás haya existido y tan leída e imitada por las mujeres religiosas catalanas desde los tiempos barrocos, ha podido expresar esa intensa emoción: “¡Qué duros estos destierros, esta cárcel y estos hierros en que está el alma metida! Solo esperar la salida me causa un dolor tan fiero que muero porque no muero”.

Muchos y muchas se preguntan cómo superar ese sinvivir, sin que tengan que reconocer de manera pública y notoria cuánto ha habido de engaño en el camino que les llevó a la esperanza de tener una vida, plena, libre y nacional. No debe ser nada fácil encontrarse atrapado en el callejón del Procés. Algunos ya están transitando desde la emoción a la razón y aceptan, mientras no sean mayoría, ser señalados como botiflers.

La historia rebosa de traidores que, a su vez, cambiaron la historia. Nadie puede negar que sin Judas no hubiera nacido la Iglesia Católica. Aunque hubo pioneros como el faraón Akenatón, considerado el primer traidor a los dioses. En España nuestra tradición tiene un insigne precursor, muy celebrado por Juan Goytisolo: el conde don Julián, el traidor que apoyó a los musulmanes para invadir la península. O Antonio Pérez, el perfecto traidor que marcó sobremanera el presente y el futuro del todopoderoso Felipe II, nada más y nada menos. En nuestra historia, el término traidor está cargado de connotaciones muy peyorativas y se suele relacionar, por el adanismo dominante, con Franco y los militares golpistas del 36, y se olvida a menudo que en aquel contexto de subversión del orden constitucional republicano hubo muchos otros traidores, como el ejecutivo autónomo vasco del PNV y su vergonzoso pacto de Santoña.

Pero la lectura ética de la traición se puede hacer desde otros enfoques que no antepongan la superioridad moral del traicionado a la del traidor. En su libro Elogio de la Traición, Denis Jeambar e Yves Roucaute afirman que “el déspota, hijo de la traición, aterrado por las conmociones de la vida, se apresura a proscribirla y, con ella, a todo el movimiento de la libertad”, porque “la traición es el oxígeno de la democracia”, mientras que la exigencia de lealtad a las personas o las ideologías conduce a los autoritarismos. De ese modo, la traición es considerada como “la expresión política de la flexibilidad, la adaptabilidad, el antidogmatismo. Su objetivo es mantener los cimientos de la sociedad, en tanto el de la cobardía criminal es disgregarlos”.

Quizás haya llegado la hora de los traidores, de mujeres y hombres independentistas que antepongan el realismo a los dogmas. Unos pocos han dado el primer paso, pero el baile no comenzará hasta que se atrevan a danzar más traidores, los relativos.