Las consecuencias penales del farol independentista del pasado otoño ocasionaron que una amplia parte de la sociedad catalana experimentase súbita y simultáneamente todas las fases de la crisis emocional descrita por la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross a propósito de cómo reaccionamos ante lo inevitable: negacionismo, rabia, racionalización, melancolía y resignación.

Todo lo que se les ocurrió a los pastores separatistas para reconducir la frustración de su rebaño y desviar su atención de los culpables del desaguisado, fue exteriorizar su impotencia llevándola al terreno de lo semiótico, saturando por doquier la vía pública con signos y ceremonias procesistas. De este modo, las calles catalanas empezaron a parecerse cada vez más a los aledaños de un estadio deportivo el día de un partido de riesgo. Como dijo George Orwell, el fútbol "está ligado al odio, a los celos, al exhibicionismo, a la indiferencia hacia las normas y al placer sádico de presenciar la violencia: en otras palabras, es como la guerra pero sin disparos". Desde este punto de vista, el deporte rey cumpliría una función benévola como válvula de escape que permite canalizar las tensiones sociales de manera incruenta. Por otra parte, y como dejó dicho Paracelso, es la cantidad de la dosis lo que diferencia un veneno de un remedio.

Hay abundantes ejemplos en la historia que nos enseñan que cuando el fanatismo simbolizado alcanza una masa crítica, gracias a retroalimentarse de la reacción de los contrarios, la exaltación se desborda, de modo que lo estético transmuta en ético y cobra vida propia, como la escoba del aprendiz de brujo en el cuento de Goethe. Esto fue exactamente lo que ocurrió el 13 de mayo de 1990 en el partido entre el Dínamo de Zagreb y el Estrella Roja de Belgrado en el estadio Maksimir de Zagreb.  Los disturbios que rodearon la celebración del encuentro deportivo, reflejo de las intrigas políticas de serbios y croatas, acabaron por desencadenar una cadena de eventos que influyó decididamente en el desarrollo de la crisis yugoslava y su desintegración.

Ciertamente, sostener que la guerra yugoslava se desencadenó por los eventos en Maksimir es hacerle el caldo gordo a la propaganda y los mitos que rodean todo conflicto armado. Sin embargo, hay lecciones que debemos aprender de los hechos Maksimir: los encontronazos violentos entre los hinchas y la policía, la expulsión de los directivos serbios del estadio y la agresión a patadas del jugador del Zagreb Zvonimir Boban a un policía que trataba de evitar que los hooligans croatas atacaran a los jugadores croatas, fueron el pináculo de una estrategia de agitación atizada por Slobodan Milosevic de la mano de Zeljko Raznatovic, responsable de organizar y financiar la violencia de los fanáticos del Estrella Roja, muchos de los cuales acabaron engrosando las filas de los Tigres, una escuadra paramilitar serbia que llevó a cabo tareas de limpieza étnica durante la guerra cuanto estalló la guerra con Croacia. Una estrategia por etapas cuyo fin no era otro que generar la chispa que incendiase Yugoslavia, y cuyas tácticas premeditadas incluyeron el uso ad nauseam de símbolos y arengas patrióticas, que facilitaron que el tránsito de la violencia ritual a la física estuviese no solo aceptado, sino legitimado social y políticamente, cuando salió de los campos de fútbol, toda vez que estos habían ya cumplido su función como caldo de cultivo de la guerra civil.

La moraleja de este episodio tiene doble filo: tan irresponsables son quienes piensan que pueden controlar los eventos políticos manipulando los bajos instintos de la población, creyendo que el uso y desuso atosigante de signos y consignas no entraña un conflicto latente, como quienes desde el cinismo promueven estas campañas en el convencimiento de que incitar el peligro de la confrontación es una estrategia política legítima. Ni unos ni otros podrán acogerse al beneficio de inventario si la situación se les va de las manos.