Con frecuencia, resulta tentador dudar de que la Ley de Moore no contenga una cláusula en letra pequeña que señale que cada dos años, al tiempo que se duplica el número de transistores en un móvil, la capacidad crítica de sus usuarios se ve afectada de manera inversamente proporcional.

O al menos, eso cabe colegir a tenor de algunas corrientes de opinión y trend topics que se expanden en el inframundo de las redes sociales como reacción a estímulos específicos. Uno de estos disparadores es la denominada corrección política, que parece causa de considerable irritación y desosiego en determinados círculos, propensos, por otra parte, a la escandalización selectiva. En tiempos de teorías conspirativas, no podía faltar una que desenmascarase la confabulación para destruir nuestra forma de vida, mediante el control del pensamiento. Es decir, por medio de la corrección política. Lo interesante, sin embargo, es que al analizar el origen, tono y fondo de la mayoría de las críticas a la corrección política, se confirma su necesidad y utilidad.

Porque en su forma básica, la corrección política no es más que un esfuerzo colectivo y consciente por adaptar el uso del lenguaje a los cambios sociales que son fruto del progreso civil. Es decir, es la propia sociedad la que libre y dinámicamente aparta de su léxico expresiones que reflejan situaciones y comportamientos que ya no le resultan aceptables. Los diálogos de Gracita Morales sobre la violencia de género que encontramos en la película de 1967 Sor Citroën no serían hoy políticamente correctos, y es lógico que el uso de tal vocabulario esté estigmatizado, como reflejo de la repugnancia moral que le causa a la mayoría de la ciudadanía. Porque en su forma más elemental, la corrección política es una expresión de decencia, de urbanidad y civismo. Resulta chocante que haya personas a quienes les parezca más importante la corrección gramatical que el esfuerzo por la inclusión y la equidad; que se indignen por el uso de eufemismos que tratan de ahorrar la ofensa gratuita a los colectivos desfavorecidos: es la cultura social la que debe modelar nuestro lenguaje, y no al revés.

Porque la defensa de la tesis opuesta, implica una intención de obstruir la mejora de la sociedad que reflejan los cambios en los usos lingüísticos, con la fútil pretensión nostálgica de congelar el lenguaje. Pero es que además, los que más ferozmente critican la corrección política, suelen al tiempo favorecer el uso de un lenguaje primario y soez, hilvanado por una retahíla de prejuicios racistas, sexistas, eugenistas y homofóbicos que empobrece el lenguaje hasta colocarlo al nivel que resulta más favorable para el ejercicio del maniqueísmo político. Como hemos podido oír en la grosera incontinencia verbal de Trump y Salvini, el respeto a la dignidad de las personas es importante, y el cómo nos referimos a ellas nos define como sociedad. Esto es algo que no desconocen todos los demás miembros de la alt-right; Farage, Le Pen, Wilders y Strache; misántropos que se niegan a aceptar el mundo en el que viven y que hacen bandera de la hostilidad a la corrección política agitando un discurso antipolítico y vulgar, que busca deshumanizar a sus oponentes, en una carrera de obstáculos para llegar al poder pasando por encima de las barreras retóricas que les obligan a reprimir sus propios prejuicios. Porque saben que al estigmatizar al fanatismo, la corrección política lo hace socialmente inaceptable, estableciendo normas sociales tácitas, y es por consiguiente el primer enemigo a batir para imponer su ideología.