Son tantas las ganas de tener el más mínimo atisbo de optimismo, de salir del lodazal del procés y alrededores, que la más estrecha de las rendijas acaba convirtiéndose en un inmenso ventanal al horizonte de la esperanza. Hay tal necesidad de creerse algo, de escapar de esta especie de antimateria, de este agujero negro que solo atrae mediocridad, que el simple acto de entrega de la medalla de Foment del Trabajo a Javier Godó, ha suscitado un entusiasmo inenarrable. Coincidió el evento casualmente con la ya famosa carta de Oriol Junqueras y el fugaz encuentro entre el pragmático Pere Aragonés y el magnánimo, carente de ego, desapegado del poder, generoso, dialogante y comprensivo Pedro Sánchez. Ojalá que se prolongue el entusiasmo.

Dijo el presidente del Gobierno que es necesario un nuevo nosotros. La frase me pareció una más de sus cursiladas verbales, que podía concluir a pensar que el asesor/redactor de turno del discurso se había golpeado o recibido una pedrada en la cabeza la víspera, dando lugar a tan rimbombante expresión. Podríamos creer que era puro ejercicio de lenguaje prescriptivo, dada la facilidad para estas cosas de la semántica política, aunque no ceo en tanta inteligencia y me sobra estupidez en ese ámbito. Sin embargo, empecé a pensar que mi reacción podría ser resultado de un ataque de escepticismo --uno más-- o de incredulidad similar a la que me provoca la ufología.

La preocupación se incrementó tras ver que un diario siempre tan equidistante y moderado como La Vanguardia recogía la idea en un editorial titulado Buscar juntos un nuevo nosotros. Uno tiene sus limitaciones y mi problema es que no logro saber quiénes son o somos ese nosotros, algo que puede sonar a un sol poble, sin precisar si se refiere a los ciudadanos de Cataluña o de España, a los del Condado de Treviño o la localidad de Llivia, si son los de la plaza de Colón de ayer o a quién demonios. Máxime en unos tiempos de confusión en los que se puede asumir como lema propio aquello de "no sé si soy de los míos". El drama es que Cataluña es un lugar en donde pasa de todo y al final nunca ocurre nada, que aburre soberanamente a muchos de los de aquí y del resto de España.

Buena cosa será hacer algo, resulta indudable. Porque lo de los indultos, que astilla al independentismo y deja descolocado a Carles Puigdemont, empieza a propiciar una especie de esquizofrenia ciudadana: a favor y en contra, donde se mezclan valoraciones políticas y jurídicas con sentimientos de bondad y compasión hacia los penados. Ya veremos cómo se resuelve, entre lo políticamente correcto y la autocensura mental contaminada por un exceso de buenismo de eso que se llama aliviar el sufrimiento.

De hecho, llegan voces sobre el tema desde los más diversos rincones de la política y la economía catalana. Sin entrar en lo que se escucha del resto de España. La mala conciencia y el sentimiento de compasión, tan propio de la religión y la piedad cristiana que nos ha calado hasta el tuétano, vienen de antiguo. Federico Engels llamaba "curanderos sociales" a quienes aspiraban a "suprimir, con sus variadas panaceas y emplastos de toda suerte, las lacras sociales...".

En la búsqueda denodada de una solución a este sidral que todo lo envenena, tal vez quien mejor ha definido la solución es el expresidente de la Generalitat, Jordi Pujol: un apaño. Lo expone en un reciente libro/entrevista donde, además de reconocer el error y la derrota del independentismo, subraya que "siempre hemos de estar abiertos a un acuerdo". Con el Gobierno, por supuesto. Es un detalle por su parte, por tardío que resulte, con el que está encantada esa veterana burguesía catalana llamada sociedad civil que todo lo abarca y comprende.

Ya se dice que sabe más el diablo por viejo que por diablo y que la experiencia es un grado o que es la madre de la ciencia. Pese a su vieja sabiduría, es preciso admitir que apaño tiene raras concomitancias, incluido el arreglo de una chapuza en modo Pepe Gotera y Otilio. Sinónimos sobran: desde remiendo hasta componenda. En qué se traducirá el apaño, tampoco lo sabemos. Por más dudas que se tengan, si sirve para bajar el suflé indepe, bienvenido sea el apaño. Que tenemos en ciernes la preterida mesa de diálogo entre Gobierno y Generalitat. Aunque tampoco sabemos cuándo ni con quiénes. Es evidente que hay una compulsiva afición por las mesas: de diálogo político, de trabajo para el aeropuerto, de estudio para el Hermitage... y, cuantos más sean, más reirán.

Queda por ver hasta qué punto el apaño se traduce en cooperación y complicidad entre las partes sentadas en cada mesa. La división en el independentismo sigue y enconada. La inutilidad de la unilateralidad de la carta de Oriol Junqueras tiene siempre como contrapunto lo de la amnistía y el referéndum de autodeterminación de Pere Aragonés. ¡A ver como nos las apañamos! O, más exactamente, ¡a ver cómo se las apañan!

Por si éramos pocos, Salvador Illa ya ha propuesto un referéndum para validar un acuerdo político. Al menos, dijo que no se trata de un plebiscito sobre la independencia, sino de una nueva ratificación del Estatuto de autonomía de 2006 que el Tribunal Constitucional trinchó tras aquellas absurdas mesas petitorias del PP. Cuando el río suena, agua lleva. Y cuando no se ha cerrado aún el capítulo de los indultos, la reforma del delito de sedición o lo que sea, hablar de referéndum dispara las alarmas. Estamos muy susceptibles. Quizá conviene recordar la actitud siempre fiel y noble de ERC, formando parte del gobierno tripartito, en las votaciones de aquel Estatuto: en contra en el Congreso, abstención en el Senado y en contra en el referéndum con el eslogan de Ahora toca no: Cataluña merece más. Gente leal, donde las haya.