Primero, Sánchez ordenó incendiar algunas provincias andaluzas y, por último, ha exigido encender la mecha en toda la región, previamente regada con toda suerte de líquidos inflamables. Le da igual que se calcine el socialismo andaluz, si con la tierra quemada hace desaparecer cualquier resto del susanato y, de paso, es aclamado como el gran líder. De ese modo y poco a poco, los barones aún resistentes se arrodillarán y besarán los pies al nuevo Emperador de Ferraz. Si fracasa, el punto de inflexión en su generalato puede ser decisivo, aunque no definitivo.

Es la primera vez que el PSOE federal interfiere de manera tan directa y descarada en un proceso interno del socialismo andaluz. Y Juan Espadas se ha dejado, dice una parte de la militancia. Y Susana debía haber abandonado, dice la otra. Moncloa-Ferraz ha presentado a Espadas como la renovación, y la carcajada de los andaluces de bien y con memoria --histórica y democrática-- se ha oído hasta en Marte. Cuando Susana todavía estaba en el instituto, un jovencito y recién licenciado Espadas ya recibía (en)cargos bien remunerados por el partido. Le lleva ventaja como ejemplo palmario de endogamia política. Si el argumento de la renovación es una falacia, cabe deducir que los parabienes de su nombramiento proceden de su esmerada alcaldía de la capital sevillana. Tampoco. Hasta en sus mismas filas reconocen que su gestión municipal ha sido gris. No ha hecho nada destacado, más allá de generar un descontento enorme en el mundo verde por las talas masivas e incomprensibles de arboledas. En fin, él no quería, pero tuvo que aceptar, dicen sus allegados, por obediencia.

Susana Díaz no aporta tampoco renovación, en todo caso contrición. Como aseguran sus seguidores, después del último triunfo electoral --en la práctica una dolorosa derrota parlamentaria-- se quedó en la oposición y no aceptó cargos de responsabilidad en el Gobierno de España. Bien sabía ella que eran cantos de sirena, hubiera caído en la primera crisis de gobierno y hubiese sido abandonada a su suerte. Para sorpresa del sanchismo, la expresidenta ha recorrido toda Andalucía, pueblo a pueblo, anunciando que se equivocó como presidenta, que no supo ver la marea blanca de la sanidad, que no alcanzó a comprender en su momento qué significaba educación pública y gratuita, etc. Se ha envainado su conocida soberbia, al menos de momento. Y, para sorpresa de muchos, ha asegurado que en su partido hay miedo si no se obedece.

El domingo se conocerá el resultado, quizás provisional, de esta tercera batalla entre Pedro Sánchez y Susana Díaz. Como en una escena de Juego de Tronos, los sanchistas más poderosos exhiben sus espadas, a ser posible de acero valyrio, mientras los susanistas, supervivientes natos, manejan con soltura sus puñales. Es una guerra civil. Las primarias son un arma de doble filo. Dar voz y voto a los militantes podría ser una práctica democrática si el resultado no se convirtiera en la aniquilación de la parte perdedora, y en el encumbramiento de un nuevo César.

En esta última batalla, es también muy llamativo como ejercen los cargos institucionales su autoritarismo en beneficio del candidato oficial. Es vox populi, por ejemplo, que la cabeza presidencial de una institución provincial ha optado por la estrategia telefónica de la imposición y el miedo, con el objeto de asegurar, como mínimo, la presencia de militantes en los escasos mítines de Espadas. Es decir, gane quien gane, el resultado de esta lucha será un partido dividido, y, aún peor, mermado y sumiso.

El reto del vencedor o vencedora no será sólo mejorar la oposición en el Parlamento andaluz, sino también la (re)composición del partido, porque el debate entre muchos militantes no es quién es el candidato idóneo para reconquistar el trono de San Telmo. El tema central es a quién deben obedecer: a la ejecutiva regional que encabeza Susana Díaz o a la federal que lidera Pedro Sánchez.

Es curioso el paralelismo que se puede observar entre los años veinte del siglo XVI y los del siglo XXI. Hace quinientos años, el experimentalismo religioso se fue, poco a poco, constriñendo en beneficio de la identidad católica y el fortalecimiento de la jerarquía. La uniformidad doctrinal y pastoral triunfó sobre la conciencia individual y su valor como principio de autoridad. Así, la desobediencia se fue aproximando al campo de la herejía, y la obediencia a la ortodoxia y a la necesidad política de formas inquisitoriales de represión. Ha pasado cinco siglos, y el partido más antiguo de España ha entrado en una peligrosa y similar deriva, cuando sus dirigentes arrinconan el debate y a la disidencia, y promueven la obediencia ciega a la jerarquía. Malos tiempos para la libertad de conciencia, lírica o no.

El PSOE andaluz es ahora mismo un juguete roto en manos del César socialista que, además, aspira a ejercer de Inquisidor General. Pero, la gran y decisiva diferencia entre hoy y aquel siglo XVI, es que ahora, al menos y por si sirve de algo, los acólitos pueden votar. Elijan, pues, elijan si pueden o si les dejan entre obediencia o libertad.