Mañana es San Valentín y yo ya tengo los deberes hechos: el miércoles le envié a mi amor imposible una carta de amor en forma de email, contándole como me había ido el día, lo bien que había comido (unos fideos de pescado con rape, gambas y mejillones) y lo mucho que lo echaba de menos. A él no debió sorprenderle demasiado. Está acostumbrado a recibir emails míos de vez en cuando, y me gusta imaginar que le arranco una sonrisa cuando los recibe. No espero que me responda, ni que me llame para vernos otra vez (él no quiere ir más allá de “puro” pasarlo bien y yo ya me he cansado), pero pienso que con mis cartas se acuerda un poco de mí y, quién sabe, en un futuro, seamos amigos.

“Tú lo que quieres es que no te vea como una más”, me dijo mi hermana, convencida de que, como  tengo cierta gracia escribiendo, lo que pretendo es dejar huella en mis amantes. Dicho de esta forma suena un poco narcisista, pero igual es cierto. No quiero que me olviden, claro que no. ¿Es posible borrar a una persona del mapa --hacer como si no existiera-- después de haber intimado con ella durante un año entero?

Algunas amigas me dirán: “Sí, los hombres hacen esto”, otras me dicen que escuche el capítulo de Deforme Semanal sobre los “perversos narcisistas”, o que deje de escribir cartas a un tío que no me corresponde, o que si paso de él seguro que me vendrá detrás. Sinceramente, me importa todo un pito. En lo que a los enamoramientos se refiere, no creo en teorías ni estrategias. Solo creo que si uno está enamorado, tiene que estar agradecido a los astros. No hay un sentimiento más alegre e ilusionante que estar enamorado, sentir que lo que más deseas es que la otra persona sea feliz. Y si encima se lo haces saber, todavía mejor, porque le subirás la autoestima y la alegría será doble: “La alegría es la razón de todo. Sentir alegría y transmitirla da sentido a la vida”, dijo hace poco el cantante Alfonso de Vilallonga en La Contra de La Vanguardia. No puedo estar más de acuerdo.

Habrá personas con mayor sentido del ridículo y preferirán no revelar su enamoramiento, pero ese no es mi caso. En alguna ocasión, además de escribirles emails larguísimos o enviarles regalos sorpresa a la oficina, he intentado cocinarles un pastel o componerles un poema, cosas para las que no tengo tanto talento: “Y ahora es verano, mi amor,

Y recuerdo el vaso de whisky abandonado junto a la cama,

La chimenea de ladrillo por la ventana,

Tu sonrisa dormida.

Tus palabras bonitas al oído,

Que ya no son más que recuerdos sin sentido.

Hace calor.”

Recuerdo que ese poema lo escribí en el coche, en un papelito, y aproveché el reverso para anotar la hora en que había aparcado y dejarla a la vista en el salpicadero (la policía municipal controla así que no se sobrepasa el límite de dos horas de estacionamiento gratuito permitidas). Al regresar, tenía una multa de 90 euros. Resulta que había dejado el papelito del revés y al policía no le hizo ninguna gracia el poema. “Un país en el que un poema no es un título habilitante para aparcar las penas, es un país triste”, me comentó un amigo al contarle lo sucedido. Cuánta razón.

En otras ocasiones, hasta yo he sido objeto de enamoramiento manifiesto. Hubo uno que me organizó una yincana por el Poble Nou para hacerme un regalo ( que había escondido en la estantería de una librería del barrio), otro que me dejaba libros en la recepción del periódico con mensajes de amor encriptados en la primera página, y otro que me cocinó Baba ganush para cenar, tras averiguar que soy una amante de las berenjenas. Con ninguno de ellos prosperó el amor, pero de todos guardo un buen recuerdo y nunca se me pasaría por la cabeza eliminarlos de mi agenda de contactos. Los quiero siempre conmigo.

Me da igual que esté de moda el desapego y eso de que hay que aprender a soltar a las personas. A mí no me da la gana soltar a los hombres de quien me he enamorado, o  que me han querido. “El amor es la única cosa buena que tiene la vida y la estropeamos con exigencias imposibles”, escribe Guy de Maupassant en Bel Ami, la novela que estoy leyendo ahora. Si San Valentín tiene que servir para algo, que sea para recordar a los amores no correspondidos y y decirles que les echo de menos.