Hasta que la prudencia, la contención y la edad no se han impuesto, con  todo lo que eso conlleva, es decir: ni más ni menos que hacerse mayor, a lo largo de mi vida me he enamorado de casi todos los Pijoapartes que se han ido cruzando.

Aunque también es verdad que, la gran mayoría de veces, ese enamoramiento se ha quedado en un marco platónico sin llegar a culminar en esa aventura apasionada a la que los sueños dan rienda suelta, las risas perpretradas haciendo el camino siempre han valido la pena.

Me enamoré con 16 años de algunos de aquellos charnegos, guapos, seductores y predelincuentes de la Girona de los 70 a los que  las coquetas, cándidas y juguetonas inexpertas burguesas venidas de Barcelona mirábamos con cierta condescendencia. Los jóvenes canallas y descarados que llevaban los tejanos ajustados y camisetas marconas eran una tentación demasiado grande para que esas jóvenes, pardillas y ansiosas que anhelábamos despertar al mundo no nos sintiésemos atraídas.

También me enamoré perdidamente del compañero de tarima universitaria que reivindicaba su origen suburbial y me hacía reír con unas procacidades inusuales en mi entorno social y familiar y que tuvo a bien dedicarme unos ripios que, aún ahora, cuando redescubro en un cajón olvidado, me hacen sonreír.

Me enamoré, ya muy entrada la veintena, de los guitarristas arrabaleros que las casualidades y fiestas familiares hacían que, a ellos, les acogiera la noche y, a nosotras, la misma noche nos confundiera provocando que la contención y el decoro acabaran pasando a un segundo plano .

Me seguí enamorando de aquellos desvergonzados que dejaban claro que su cuna era distinta a la mía y que, con una mirada insolente, desafiaban y se atrevían a romper con las buenas maneras para consumar un “aproche” inesperado.

¿Cómo no enamorarse del Pijoparte que se cruza en tu camino cuando se tienen 18 años? ¿Cómo no desear y dejarte seducir y deleitarte con el descaro y reto a la educación, el buen hacer y el comedimiento?¿Cómo no enloquecer ante el relato barriobajero y primario que un charnego cuenta, susurrando al oído, a una joven burguesa deseosa de nuevas experiencias?

En cada uno de esos Pijoapartes de los que me enamoré estaba una parte de Manolo, el caradura, insolente y granuja personaje de la novela Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé. El libro fue un hallazgo de una realidad ficticia que me abrazó y se me hizo propia desde la primera línea hasta el aplastante y triste final.

Ha muerto Juan Marsé, un hombre sabio, contundente e ilustrado al que se le añorará más de lo que él se hubiera podido imaginar. Su obra, sin que él lo sepa ya, seguirá llenando de relatos reales a todas las generaciones venideras en sus despertares de clase y de origen.

Últimas tardes con Teresa se publicó en 1966. En 1966 nací yo. A mi me gusta pensar (díganme romántica) que esa coincidencia no fue casualidad.