He dedicado este fin de semana a degustar –mejor debería decir a devorar– el regalo que, en forma de libro, acaba de hacernos Javier Melero. Es un texto extraordinariamente ameno y útil, no solo para desentrañar la trastienda del juicio que se ha seguido ante el Tribunal Supremo contra los políticos responsables del procés, sino también, y eso es a mi entender lo más importante, para conocer la fragua íntima en la que se forjaron algunas de las pulsiones que luego serían objeto de querella.

La razón primera que suscita interés reside en que Melero asumió El encargo –ese es el título del libro– de defender a dos de los procesados en el referido sumario y que buceó, por lo tanto, en las profundidades del desastre; la segunda, en que, además de un excelente abogado, el autor se nos revela un conspicuo escritor y constructor de metáforas impagables. Con una prosa rica, expresiva, divertida en el mejor sentido del término; con un humor que mezcla sabiamente la acidez, a veces indispensable, con la piedad, el respeto y la mesura, el ilustre letrado nos describe lo invisible del procedimiento penal que mayor repercusión ha tenido en España en lo que llevamos de democracia y nos suministra algunas claves que contribuyen a tener una opinión mejor formada del asunto.

No rehúye mostrar su opinión ante las manifestaciones del conflicto que sufrimos los catalanes, y lo hace desde una perspectiva que me atrevo a calificar de ampliamente compartida: con una alta dosis de neutralidad, que no debe confundirse con la equidistancia. Confieso que no he logrado abandonar su lectura hasta bien entrada la madrugada y que el insomnio ha merecido la pena. Excuso mi intromisión en la crítica literaria, que no podría permitirme, y añado que no tengo el gusto de conocer personalmente a Javier Melero; que no me lleva, por lo tanto, a este elogio ningún vínculo personal o profesional con él. Creo, simplemente, que lo merece.

Fue a raíz del método con el que Melero ofició durante la vista oral que me puse a reflexionar sobre el ejercicio de la abogacía. Desde el comienzo pude observar el carácter marcadamente técnico que quiso atribuir a su estrategia procesal, en las antípodas de cualquier propensión ideológica o política, y eso fue lo que me llevó a considerar el papel que debe atribuirse al Derecho en nuestras vidas y en la resolución de nuestros conflictos: el obsesivo empeño por lograr el triunfo de la verdad y el sentido común, con serenidad y amplitud de miras. Esa, me dije, es la idea medular de la Justicia. Y a ella se aplicó el letrado brillantemente.

Mucho antes de abrazar la condición de abogado, un libro de Ángel Ossorio y Gallardo, titulado El alma de la toga, de lectura obligada para cualquiera que se inicie en el ejercicio del Derecho, causó en mí un fuerte impacto. Entendí que el nuestro no es un oficio como el de los demás. Ni mejor ni peor, pero sí distinto y, desde el punto de vista ético, acaso más exigente. Sabía que un abogado es alguien que, desde el conocimiento de las leyes, accede, a través de las hendiduras que los códigos le ofrecen, a la construcción de aquellos argumentos que mejor convienen a la defensa de los intereses de su cliente. Pero Ossorio me hizo ver que eso no resulta suficiente: “La abogacía no se cimienta en la lucidez del ingenio, sino en la rectitud de la conciencia; no hay que cegar al Tribunal, sino iluminarle; y cuando se ha marcado la línea del deber hay que cumplirla a todo trance”. Fue, como decía, la actitud de Javier Melero ante la Sala Segunda del Supremo la que me hizo recordar aquellas palabras y reconocer en sus maneras la esencia, el espíritu, la potencia, y el alma de la toga.