A cuatro días de las elecciones más extrañas y decisivas de los últimos tiempos en Cataluña, las encuestas coinciden en general en que la participación va a ser récord y en que los dos bloques en que se encuentra dividida la sociedad catalana por razones identitarias van a seguir en plena vigencia. En todos los sondeos, ERC y Ciutadans (Cs) se disputan la victoria, aunque el primer puesto varía y suele coincidir con la orientación política del medio que publica la encuesta. Otra coincidencia es el empate en el segundo lugar entre Junts per Catalunya (JxCat) y el PSC. La formación de mayorías que permitan un Gobierno estable no está, sin embargo, nada clara, por lo que los votos de Catalunya en Comú (CeC) parece que tendrán un papel decisivo como árbitros.

La repetición de la mayoría absoluta independentista mediante la suma de ERC, JxCat y la CUP no está ni mucho menos descartada. Si se repitiera después de lo ocurrido durante cinco años, y sobre todo en los últimos meses, la conclusión no podría ser más desoladora. Nadie pagaría el coste del procés.

Significaría que en el votante independentista no influirían ni el fracaso estrepitoso del procés, con una declaración unilateral de independencia (DUI) virtual y sin valor alguno; ni la huida de medio Govern a Bélgica; ni las astracanadas cada vez más radicales de Carles Puigdemont, a quien ya solo hacen caso los suyos --la prensa internacional se ha olvidado de él--; ni las contradicciones de Esquerra, ni la escasa solidez de su secretaria general, Marta Rovira, a la que esconden en los debates; ni la actuación falsaria de los revolucionarios de la CUP, que han priorizado la independencia por delante de sus proclamas antisistema y anticapitalistas.

Aunque dentro de la olla de grillos del procés los dirigentes de la CUP son los más coherentes, no deja de producir cierto candor verlos como los máximos defensores de la propiedad catalana del arte religioso o utilizar en sus discursos un lenguaje digno del mejor político burócrata: “La implementación de la República es más difícil en un contexto de represión”, por ejemplo. En este aspecto, de todas formas, no hacen sino seguir la senda de su amigo Arnaldo Otegi y de la llamada izquierda abertzale, que siempre han usado un lenguaje incomprensible para la gente de la calle, lleno de eufemismos, probablemente porque lo que tenían que ocultar y justificar era demasiado grave como para llamar a las cosas por su nombre.

Si se repitiera una mayoría absoluta independentista después de lo ocurrido durante cinco años, y sobre todo en los últimos meses, la conclusión no podría ser más desoladora. Nadie pagaría el coste del procés

Pese al refuerzo que puede representar para la cohesión del independentismo el hecho de que haya dos cabezas de lista que no puedan hacer campaña libremente --uno en la cárcel, Oriol Junqueras, y el otro en fuga, Puigdemont--, cuesta creer que a los votantes de buena fe que creyeron en el procés no les afecte ni la fractura social, que siguen negando; ni el destrozo económico (ahora sus economistas de cabecera ya reconocen el descenso del consumo y del turismo, pero lo achacan a las “amenazas del Estado”); ni la pérdida de liderazgo de Cataluña; ni las mentiras con que los dirigentes engañaron a sus propios seguidores, como han puesto al descubierto las conversaciones telefónicas grabadas por la Guardia Civil.

Ante el 21D, se dibuja, pues, una minima permeabilidad entre los bloques enfrentados porque, aunque la realidad es la que es, la forma de interpretarla depende más de la ideología que del análisis sereno. Y aunque en el fondo el votante independentista admita toda una serie de perjuicios derivados del procés, siempre existe la solución fácil de echar la culpa a los otros. Así se reafirma uno en sus convicciones y tranquiliza la conciencia.

Y lo peor es que todo lo que ha ocurrido en estos cinco años dramáticos no ha servido para nada positivo. Como decía recientemente en Crónica Global el historiador Josep Fontana, nada sospechoso de “unionismo”, hay que buscar otras vías porque “en la situación actual es una insensatez pensar en la independencia”. “Después del referéndum”, señalaba el historiador, “viene el momento en que hay que pedir al Estado español que retire sus tropas y sus fuerzas policíacas y se resigne a perder un territorio del que obtiene un porcentaje considerable de su PIB. [...] Que tal petición fuera aceptada era inverosímil”.

¿No sabían esta verdad elemental los impulsores del procés? Lo sabían, pero, a juzgar por las constantes declaraciones de Puigdemont y de algunos dirigentes de ERC, siguen actuando como si no lo supieran.