La diferencia entre gobernar por real decreto y hacerlo con el recurso a la alcaldada está marcada por una línea muy sutil. En ambos casos se aprecia un tic autoritario. El recurso al decreto viene siendo habitual en Pedro Sánchez, cosa que probablemente le facilita su gestión pero elude el debate, la confrontación de ideas y, finalmente, el consenso necesario para tantas cosas. La alcaldada la define la RAE con bastante precisión como una “acción arbitraria o inconsiderada que ejecuta un alcalde o cualquier persona que abusa de su autoridad”. Es decir, una inclinación a adoptar decisiones porque sí, porque lo digo yo. Se trata de una forma más propia de Ada Colau, máxime si se tiene en cuenta que la ley otorga al alcalde una gran capacidad decisoria ante la cual la de la oposición se reduce notablemente, hasta poder verse poco más que como un recurso al pataleo para expresar la discrepancia.

Sin necesidad de entrar en la acción gubernamental, que para eso ya están las fuerzas políticas del Parlamento, las alcaldadas resultan más cercanas al ciudadano. La cosa adquiere mayor dimensión estando inmersos de hoz y coz en una campaña electoral interminable, un verdadero viacrucis que se asienta sobre acciones diversas destinadas a fijar un mensaje en los electores, al tiempo que delimita un campo de contraste con los adversarios y requiere de candidatos que no alteren el mensaje sino que lo encarnen con la mayor normalidad posible.

En este escenario debe enmarcarse la alcaldada de la primera edil barcelonesa de romper relaciones con Israel y suspender el hermanamiento con Tel Aviv sin pasarlo por el pleno del Ayuntamiento ante el temor de que fuera rechazada por el resto de grupos municipales. Lo más delirante es que se justifica la decisión amparándose en que ha sido apoyada por un centenar de entidades y la firma de cuatro mil vecinos. El resto, hasta completar más de un millón seiscientos mil habitantes de la capital catalana, parece no contar para nada. Al final resultará que esto de las entidades y las recogidas de firmas es la principal contribución del consistorio a una nueva democracia orgánica.

Ignoro hasta qué punto meditaron los comunes una decisión de este alcance y sopesaron las posible reacciones que podrían o aún pueden producirse, sobre todo a la vista de algunas como el alegato del diario alemán Bild contra la alcaldesa acusándola de “escándalo de antisemitismo”. Sin olvidar el reportaje del Financial Times sobre “Cómo Barcelona perdió el rumbo”. ¡Curiosa casualidad! El único objetivo claro que parece deducirse es un intento más de enardecer a sus seguidores, aglutinarlos de forma que no se despiste un solo voto.

Las ciudades las configuran sus habitantes, al margen de su ideología, edad o extracción social y cuando dos de ellas deciden hermanarse es por una coincidencia de rasgos. En el caso que nos ocupa, vale recordar que la historia de Cataluña con Israel ha tenido en el pasado reciente algunos episodios de charlotada. Quizá el más grotesco se produjo en 2005, en tiempos del tripartito, cuando Pascual Maragall y Josep Lluís Carod-Rovira viajaron a Tierra Santa y el líder de ERC se hizo una foto en Jerusalén posando con una corona de espinas. El guirigay posterior acabó con el reconocimiento ante el Parlament por el propio president de que se había tratado de una estupidez.

Las próximas elecciones municipales se presentan decisivas. Ciudades como Barcelona, Sevilla o Valencia se presentan determinantes para el PSOE y la continuidad del inquilino de La Moncloa. El panorama dista mucho de ser estable con la indecisión y cierto hartazgo alterándolo todo: aún está por ver si en la Ciudad Condal es una partida a cuatro (PSC, ERC, Comunes y Junts) o a dos: entre Ada Colau y Xavier Trias cuya irrupción definitiva ha perturbado sustancialmente el panorama. A ambos les favorece este escenario, puesto que pueden mejorar incluso su identificación competitiva a partir de la definición clara de su adversario principal. Una competición a dos simplifica mucho las cosas en la medida que polariza al electorado.

El problema es que, en estas circunstancias, el PSC que parecía destinado a tener un papel principal y protagonista en esta competición para recuperar la hegemonía perdida, puede quedar desdibujado y fuera de la ecuación principal. Lo mismo podría decirse, por extensión, de su candidato Jaume Collboni: de hecho, Salvador Illa parece tener mucho más protagonismo mediático que él y, de alguna forma, puede hacerle sombra. La dirección de los socialistas catalanes requiere de una reflexión estratégica que le permita recobrar la iniciativa si no quiere jugar esta partida a remolque del resto de partidos. Fiarlo todo a la creencia de que lo fundamental es desmovilizar a los votantes de los comunes, puede ser una ingenuidad y un error garrafal. Porque esa actitud conduce inevitablemente a no criticar a Ada Colau y su equipo, del que además no olvidemos que ha formado parte, para evitar reacciones que contribuyan a reforzarla.

La experiencia enseña que es muy difícil recuperar la iniciativa si no se dispone de una estrategia bien definida, una máquina electoral engrasada y una buena relación con la sociedad. Y esto no se arregla con fichajes sorpresa como el de Lluís Franco Rabell, cuyo efecto ha tenido unos resultados discretos y se ha diluido como un azucarillo en pocos días. Esto no se arregla con un conejo sacado sorpresivamente de la chistera; necesita, al menos, una buena camada.